
En las previsiones de la Comisión Europea para España en lo que queda de 2023 tenemos, como en las bodas, algo viejo, la subida constante de la inflación; algo nuevo y a lo que no acabamos de acostumbrarnos, el puesto de España como país líder en crecimiento europeo; y algo prestado, los turistas, que regresan como aves canoras y a disgusto a sus países. Finalizado el tirón de la temporada turística, con un julio y un agosto imposibles, miramos de frente a nuestro raquítico PIB en productividad e investigación y desarrollo.
No solo han dejado dinero, los turistas, sino un sistema económico e incluso una gestión urbanística generada por y para ellos: no me confundan, turistas somos todos, cometemos errores similares, buscamos los mismos tópicos cuando creemos perseguir la cultura, la diferencia o el exotismo. Pero solo nos molestan los demás.
Por cada peregrino que ha visitado Santiago, que ha disfrutado de sus calles, de su tarta y de su pulpo, que ha conocido su rica historia y ha recorrido el románico palentino o la catedral de Burgos, la ciudad se ha gentrificado un poquito más, ha exprimido un poco más los precios. Por cada turista extasiado ante la Giralda, el Guggenheim, la Mezquita o los atardeceres al son de los tambores en la Cala de Benirràs, nos queda la herencia de los pisos dedicados a los alquileres de temporada, fruto de una especulación cada vez más o menos escrupulosa y más salvaje.
Dejan a los funcionarios destinados a ciudades bellas e infestadas de turismo durmiendo donde pueden, desvían más y más contingente inmobiliario a sus necesidades y elevan con ello el precio de las hipotecas que, la misma Comisión Europea advierte, estrangulan lentamente a los españoles.
En un país cuya cultura única, variada, extrema, atrae cada vez a más turistas, no existe una cultura sostenible de turismo. Y el tirón acaba, y quedamos nosotros balanceándonos en el aire al otro extremo.
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