Khadija Amin Periodista
OPINIÓN

Caseros y refugiados

Cartel anunciando un piso en alquiler.
Cartel anunciando un piso en alquiler.
Getty Images / iStockphoto
Cartel anunciando un piso en alquiler.

Es terrible cómo se portan algunos caseros con los refugiados. Alquilé una habitación en un barrio de Madrid, muy barata, lo que podía pagar; también muy pequeña, apenas cabía con mis pocas cosas. Aún así, aguantaba allí por necesidad. Puse la única foto que tengo de mis hijos en la mesilla, una imagen en la que se les ve con traje, camisa blanca y una sonrisa maravillosa, para poder hablar con ellos antes de dormir y empezar cada día viéndoles, porque son mi única esperanza. A veces pienso en el día que nos vimos por última vez y me pongo a llorar. No puedo evitarlo.

Sucedió un día que estaba muy triste, que me sentía muy mal. En esa casa vivíamos cuatro personas refugiadas y había tenido una discusión con una de mis compañeras. Ella se quejó a nuestra casera, que me dijo que tenía que irme antes de que finalizara junio. Yo estaba enferma, le di todas las explicaciones posibles, y ella me contestó que, pese a ser una mujer y comprender mi drama, y también pese a saber que estaba enferma porque "con esa cara no puedes mentir", mantuvo su exigencia. 

Me sentía cada vez más mareada y empecé a vomitar, tuve que ir al hospital, dónde quedé ingresada. Mi casera me llamó diciendo que tenía que dejar la casa y que iba a tirar mis cosas, a lo que contesté por whatsapp que estaba en el hospital, que no entrase nadie en mi cuarto y que, cuando regresara, hablaríamos.

Tras doce días volví a casa del hospital, eran las 17 de la tarde y estaba cansadísima. Ella me llamó diciendo que tenía que irme a las 20. Por mucho que le dije que no podía, que no tenía dónde ir, no aceptó escucharme. El día siguiente tuve que salir de casa, al volver me encontré con que no funcionaba mi llave. "Sí, yo cambié la cerradura", me dijo por teléfono, "no puedes entrar".  Me dijo que había sacado mis cosas y las tenía en su coche para tirarlas en la calle.  

Llamé a la policía, que acudió, y se la llevaron. En ese momento empezó llover, una lluvia intensa, que no paraba. Mis cosas se empaparon; protegí la foto de mis hijos bajo mi abrigo. Lloraba pensando que no me importaba si perdía todo, pero no la única foto que tengo de mis niños. Estaba muy decepcionada, me sentía pobre e indefensa, una inmigrante sin hogar sin patria.

El sol estaba descendiendo, oscurecía. Un amigo vino a echarme una mano y lo vi llegar como un ángel enviado por Dios para ayudarme. "No te preocupes, estoy contigo, te llevo a mi casa y secaremos tus cosas. Allí puedes dormir tranquila y mañana buscaremos otro alojamiento", me dijo. ¡Cómo se lo agradezco! 

Mi ordenador se había estropeado, igual que mis documentos. Mi ropa estaba mojada. Pasé toda la noche pensando dónde podría ir. a la mañana siguiente Magis vino para llevarme a su casa, preparó una habitación para cuidarme, porque acababa de salir del hospital. Cuando me preguntó cómo estaba, empecé a llorar y a contarle lo que había hecho mi casera el día anterior.  Me cuida como a una hija y siempre le estaré agradecida. Se lo dije a mi madre, "mamá, Magis me cuida más que tú". Estuve dos semanas en su casa, me compró medicamentos y me ayudó a encontrar un hogar.

A hora vivo, muy tranquila, con una periodista en su casa con jardín. Desde mi habitación hay una vista maravillosa. He denunciado a mi casera, aunque aún no tengo noticias al respecto. Así es la vida. Yo tengo suerte, tengo muchas personas que se preocupan por mí, amigos en los que puedo confiar, que cuando tengo problema no me dejan sola. Siempre pienso en los refugiados que no tienen nadie en su lado, que viven en las calles. Y en toda esa gente que abusa de las personas que están en situación de necesidad. Somos refugiados y tenemos derechos. Somos humanos.

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