Juan Luis Saldaña Periodista y escritor
OPINIÓN

La era del palé

Una modelo posa sobre un futuro sillón, una estantería y un separador de ambientes.
Una chica posa sobre un futuro sillón, una estantería y un separador de ambientes.
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Una modelo posa sobre un futuro sillón, una estantería y un separador de ambientes.

El interiorismo y la decoración siempre han ido de la mano de la moda. El art decó de los años veinte ya cumple un siglo; el estilo aerodinámico de las dos siguientes décadas dejó un legado de simpleza y belleza industrial; los cincuenta mezclaron los colores neutros y cálidos con los tonos pastel; los sesenta nos dejaron desafío y psicodelia; los setenta volvieron su mirada a los colores naturales como el tono marrón tierra; los ochenta ensalzaron la vibración y los colores atrevidos como, por ejemplo, el rosa; los noventa se fascinaron, entre otras cosas, con el estilo toscano y la primera década del año dos mil miró al mar, al brillo y al color bronce y beige. Y después empezó la era del palé.

La primera patente del palé apareció en Estados Unidos en 1924. Vamos directos hacia su centenario y parece que estamos dispuestos a dar por normal el hecho de convertir un elemento de carga en una horterada decorativa. Es, quizá, el signo de los tiempos. Nadie sabe en qué momento se decidió que el palé era algo bello y apto para la decoración y el interiorismo, pero lo cierto es que se ha convertido en una peste de una magnitud desmesurada. Quizá fueron los bares y restaurantes los que primero se lanzaron a esta aventura fantástica de coger un armatoste de madera pensado para soportar mil quinientos kilos de carga y convertirlo, contra viento y marea, en mesa, suelo, sillón, estantería o pared.

Nadie sabe en qué momento se decidió que el palé era un elemento bello y apto para la decoración y el interiorismo, pero lo cierto es que se ha convertido en una peste de una magnitud desmesurada.

Alguien tiene que decirlo ya: el palé es un elemento funcional y no suele quedar bien como decoración. Es más, queda fatal en la mayor parte de las ocasiones. Su forma no es muy dinámica, pesa más que un muerto, a veces pincha, raspa y lleva alguna posible sorpresa dentro en forma de clavo, humedad, plaga, astilla o infección. Pretender ser original por colocar un palé en la terraza es llegar muy tarde a una moda terrible y es, además, una pérdida de tiempo y, por supuesto, también de espacio.

Hay una fascinación -influida quizá por el ecopensamiento dominante- por la reutilización del palé como aporte personal a la salvación planetaria. Hay un cierto espíritu cándido e inocente, como el de quien recoge un gatito abandonado en un tejado o como quien alimenta y deja volar después al pajarillo que se cayó del nido. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Quién ha muerto en él? Leamos. ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!

La realidad siempre sorprende. El consumismo capitalista nos lleva ventaja. Las grandes catedrales del bricolaje ofrecen ya en sus catálogos palés para uso decorativo. Un palé real de segunda mano puede costar entre tres y quince euros y uno de estos que se ofrecen en estos templos con olor a serrín cuesta más de treinta. Que la vida iba en serio. Los que me leen habitualmente y reconocen este artículo como una cuenta más en el doloroso rosario del costumbrismo digital saben de sobra que debería haberlo titulado “el tontico del palé”. Lo peor es la autocensura. En cualquier caso y por la autoridad que me ha sido conferida, doy por concluida la era del palé. Síganme los buenos. 

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