Este es el animal más parecido al primero que habitó la Tierra

  • Un estudio genético descubre que los primeros animales eran similares a los ctenóforos actuales.
  • Los ctenóforos son animales marinos que recuerdan a las medusas, aunque en realidad son parientes lejanos.
Un ejemplar de 'Hormiphora californensis', un ctenóforo de la costa de California.
Un ejemplar de 'Hormiphora californensis', un ctenóforo de la costa de California.
Monterey Bay Aquarium Research Institute
Un ejemplar de 'Hormiphora californensis', un ctenóforo de la costa de California.

¿Qué es un animal? La respuesta no es tan sencilla como podría parecer. En la cultura urbana actual, “animal” se utiliza como una parte infinitesimal del todo, casi como un sinónimo de perros y gatos. Pero teniendo en cuenta que en la Tierra podría haber cerca de 8 millones de especies animales, la mayoría insectos, y que las ya conocidas probablemente no lleguen a los dos millones si se excluyen las que se han descrito como especies distintas pero en realidad son una sola, se entiende que hay infinidad de maneras distintas de ser un animal.

Pero todos tienen ciertos requisitos en común para considerarse tales. La definición biológica de los animales, más técnicamente metazoos, es muy concreta y específica: un organismo multicelular, eucariótico (sus células tienen núcleo), heterótrofo (no produce sus propios nutrientes, sino que debe tomarlos de otros organismos), aeróbico (respira oxígeno; hay alguna rarísima excepción a esto), capaz de moverse (al menos en alguna fase de su vida) y que en su desarrollo embrionario pasa por una etapa llamada blástula, una bola hueca de células.

Esta es una definición de mínimos que abarca a todos los animales que son o fueron, y no es caprichosa: todos los animales tienen estas características porque el ancestro común de todos ellos, el primer animal, las tenía.

De ordenar por parecidos a ordenar por parentescos

Cuando en el siglo XVIII el sueco Linneo comenzó a clasificar las especies y a ponerles nombre científico (como Homo sapiens), las agrupó simplemente por sus semejanzas físicas. Aunque la evolución biológica ya se entendía en aquella época, más de un siglo antes de Darwin (el inglés no “descubrió” la evolución, sino el mecanismo que la impulsa, la selección natural), Linneo no estaba al tanto de ello; se limitó a clasificar las especies como quien ordena la ropa por estaciones, tipos de prenda y colores. Pero cuando después se comprendió que un mayor parecido entre dos especies o grupos suele significar un parentesco evolutivo más estrecho, la clasificación de Linneo, a grandes rasgos, fue útil.

Sin embargo, en las últimas décadas del siglo XX llegó una revolución en la clasificación de las especies. Una vez que fue posible leer sus genomas, el grado de semejanza y de diferencia entre las especies dejó de depender de si dos tipos de focas son visualmente más parecidos entre sí que cualquiera de ellos a una vaca; las semejanzas y diferencias pudieron empezar a buscarse en los genes. Y el tratamiento estadístico de estos parecidos genéticos permitía establecer con mucha más precisión los grados de parentesco evolutivo.

Los animales estamos más próximos en la evolución a los hongos y a algunos protozoos que a las plantas

Esta clasificación genética de los seres vivos, la que hoy impera, ha desarbolado en gran medida la clásica de Linneo, porque los genes han revelado que muchas de las relaciones evolutivas se habían entendido mal. Hoy los seres vivos se clasifican en cinco grandes divisiones, una de las cuales, llamada opistocontos, reúne a los animales o metazoos junto con los hongos y muchos seres unicelulares. Es decir, los animales nos parecemos y estamos más próximos a los hongos o a estos seres unicelulares que, por ejemplo, a las plantas.

Se entiende así que hubo un ancestro común de hongos y animales, que existió cuando las plantas ya habían tomado su propio camino evolutivo separado. Y se entiende también que, una vez que hongos y animales separaron sus destinos, hubo un primer animal, un ancestro común a todos los actuales, el cual tenía esas características mínimas de todos ellos citadas arriba. Y según las muchas ramas de ese tronco común fueron creciendo y dividiéndose, fueron apareciendo características distintas en cada una de ellas.

Por lo tanto, en nuestros genes está escrita la historia de toda la vida en la Tierra. Compartimos un alto grado de semejanza genética con nuestros parientes más cercanos, chimpancés y bonobos, y este parecido genético con otros organismos va disminuyendo a medida que nos alejamos hacia atrás en la evolución, hasta ese primer animal del cual todos los demás hemos heredado una base genética mínima común, y que vivió entre 600 y 700 millones de años atrás.

El primer animal

Pero ¿cómo era ese primer animal? Puesto que dar con esa especie concreta sería prácticamente imposible (y además, aquellos animales pequeños y blandos escasean en el registro fósil), lo más que podemos acercarnos a él es encontrar una rama de la evolución que haya perdurado hasta hoy y en la cual podamos encontrar una ausencia de ciertos rasgos genéticos ancestrales que están presentes en todos los demás animales. Esto indicaría que esa rama se separó de la evolución del resto de los animales en un momento muy temprano, muy poco después del ancestro común que compartieron dicha rama y la que daría lugar a la gran diversidad del mundo animal. Es decir, sería lo más parecido que hoy podemos encontrar al primer animal que habitó la Tierra.

Hasta ahora se pensaba que los primeros animales que surgieron fueron las esponjas

Tradicionalmente se ha pensado que los candidatos más probables eran las esponjas, también llamadas poríferos. Sí, las esponjas son animales, aunque cueste reconocerlas como tales. Pero precisamente porque son animales primitivos, sin un sistema nervioso, ni células musculares ni simetría bilateral, y porque sus células se parecen mucho a ciertos protozoos de vida libre, se asumía que eran posiblemente lo más parecido a aquel primer animal ancestral. Este habría originado en primer lugar dos ramas, la de las esponjas, que han prosperado hasta hoy, y una segunda que después se iría dividiendo para originar el resto de los grandes grupos animales.

Ahora, un nuevo estudio le ha arrebatado este título a las esponjas para concedérselo a otros animales: los ctenóforos, criaturas marinas que recuerdan en su aspecto a las medusas, de los que existen unas 150 especies, y que son tan poco populares que en nuestro idioma no se los conoce por otro nombre más llano, aunque son bastante típicos en los acuarios por su bioluminiscencia.

Los ctenóforos son animales de aspecto gelatinoso y transparente, la mayoría de milímetros o centímetros, pero con alguna especie que llega a medir más de un metro. Aunque a primera vista pueden parecer medusas, en realidad solo son parientes lejanos. A diferencia de las medusas, que avanzan hinchándose de agua y expulsándola, los ctenóforos se mueven gracias al movimiento de sus cilios, pequeños apéndices dispuestos en estructuras similares a peines y que se agitan como pequeñas aletas.

La pista genética

La condición de animales primitivos de los ctenóforos ya era conocida, motivo por el cual algunos científicos los proponían como posible alternativa a las esponjas en ese trono de los primeros animales. Pero los ctenóforos parecían algo más avanzados que las esponjas: tienen células musculares y nerviosas, junto con una simetría y una organización corporal más complejas. Pese a ello, en 2008 un estudio que comparaba los genes de ambos proponía que los ctenóforos eran una rama anterior a las esponjas. Desde entonces, otras investigaciones llegaban a conclusiones discrepantes, lo que dejaba la duda en el aire.

En el nuevo estudio, publicado en Nature, científicos de las universidades de Viena y California y de otras instituciones no se han limitado a comparar las secuencias de los genes de unos y otros, sino que además se han fijado en los lugares que ocupan en los cromosomas. Y ahí han encontrado la clave, la pista de la historia impresa en el genoma de ambos tipos de animales: las esponjas y otros animales comparten determinados reordenamientos cromosómicos que, en cambio, no están presentes en los ctenóforos ni en los protozoos que también forman parte del grupo de los opistocontos al que pertenecen los animales.

Los cromosomas de los ctenóforos son la "pistola humeante" que revela que son anteriores a las esponjas

Esos cambios cromosómicos son irreversibles, por lo que no es posible que los ctenóforos los tuvieran y luego los deshicieran. Según el codirector del estudio, Daniel Rokhsar, esta es “la pistola humeante” que delata que los ctenóforos se separaron del resto de los animales antes de que se produjeran esos cambios que heredarían las esponjas y otros grupos, lo cual sitúa a esas criaturas como los animales más próximos a aquel ancestro común del cual derivamos ellos y nosotros. Otra conclusión es que este ancestro debía de ser más complejo de lo sospechado, con neuronas y células musculares, pero que las esponjas prescindieron de aquello que no necesitaban, del mismo modo que muchos vertebrados prescindimos de las branquias o algunos primates nos deshicimos de la cola.

Y es que, al contrario de lo que podría parecer, la evolución biológica no es siempre un camino hacia una mayor complejidad o innovación; en la naturaleza es posible que un iPhone 14 no aporte nada que no pueda resolverse incluso mejor con un modelo más antiguo. Este es uno de los varios errores comunes en la comprensión de la evolución, que otro día repasaremos.

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