El señor ‘K’ duerme frente al número 62 de la Ronda de Sant Antoni de Barcelona, justo al lado de la calle del Tigre. Su somier es un banco público de madera; el techo que le cobija, de cartón; y su galán de noche, una vieja silla. Atesora cachivaches que simula vender mientras le cuenta a una vecina que ya no le atienden en el comedor social del Paral·lel.
Hay cientos de señores como ‘K’ en nuestra metrópolis. Algunos acampan en la Ciutadella o en los jardines de Montjuïc, otros se guarecen del frío en las zonas porticadas de La Rambla. El número de personas sin techo crece sin tregua. Dormitan junto a escuelas, comercios de lujo, mercados y entidades bancarias.
Su omnipresencia en las calles nos interroga. Algo no hacemos bien. Que quede claro: los sintecho no son un problema estético sino social. Algunos paseantes fingen no verlos, otros incluso sostienen que están ahí por vagancia o dejadez. La aporofobia existe y se manifiesta a veces con violencia. En otras ocasiones, con indiferencia o desprecio.
La Fundació Arrels nos cuenta que un 70% de las personas que viven en la calle cree que nunca conseguirá tener un hogar. Dato terrible que nos obliga, por humanidad, a reaccionar con urgencia. Los servicios sociales están saturados. Necesitan más recursos para sus tareas de atención y prevención. Una decidida política de vivienda social podría ayudar a suavizar el tema.
Decía Goethe que el hombre más feliz es el que encuentra paz en su hogar. De acuerdo, ¿pero qué hacemos con los señores ‘K’ sin techo ni hogar?
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