Me pregunto en qué momento recaímos en el viejo pecado español de la infinita burocracia, extendido, por cierto, a los antiguos dominios españoles, que han mantenido con un arrobo filial esa misma práctica viciosa de acumular datos, papeles, documentos, certificados y proformas. 

Tampoco tengo muy claro en qué punto de la historia los registros lógicos dejaron paso a la pesadilla que tan bien describe Larra en enero de 1833, harto de las visitas inútiles a los registros, de las negativas y las incomprensibles demoras que sufre su imaginario monsieur Sans-délai en Vuelva usted mañana. 

En marzo de 2023 los profesores dedican casi tanto tiempo al papeleo como a la docencia, los sanitarios se quejan de lo mismo, los autónomos miran la facturación por FACE con estupefacción y odio, y el papeleo digital, con su firma, su certificado y su DNI digitales, su camisita digital y su canesú igualmente digital conllevan el triple de trabajo de hace apenas cinco años, no han evitado la corrupción ni los privilegios y suponen una pérdida de tiempo y de productividad ante la que cualquier auditoría se llevaría las manos a la cabeza.

Pero la indiferencia larriana de los funcionarios de la época se ha convertido en el silencio y el rechazo de programas antiintuitivos, de plataformas diseñadas por quien nunca ha tenido que usarlas, y por elementos mudos, ciegos, insensibles a una realidad en la que no se contemplan las horas perdidas, el edadismo, la ansiedad o el retraso en los pagos por un error colado en los interminables conceptos enumerados. 

Me pregunto en qué momento hemos cedido, de nuevo, ante el peso arrollador de lo impuesto por quienes deberían saber más, gestionar mejor, simplificar los procesos. Adoramos como nunca la digitalización, como antes nos inclinábamos ante los documentos sellados. Se va, mientras, la vida, se empobrece el trabajo. Pero alguien considera que eso ya se resolverá mañana.