El encuentro en Barcelona es muy importante por la amplitud de temas que van a tratarse, con la firma de un tratado que sitúa la colaboración en nivel preferente. Para España es esencial porque Francia pone obstáculos a los proyectos españoles para llegar al corazón de Europa, particularmente en materia ferroviaria (Corredor del Mediterráneo e Y vasca). 

Tampoco es de recibo la asimetría entre el buen trato que Adif da a la francesa SNCF con las dificultades de Renfe para operar en suelo francés. Con todo, el tema estrella será la conexión del hidrógeno entre Barcelona y Marsella, una apuesta del Gobierno de Pedro Sánchez que ha vencido las reticencias francesas. Construiremos Europa si avanzamos en la integración, también con tratados bilaterales, y orillamos los egoísmos nacionales.

Pero el procés se ha colado en el clima político que rodea a la cumbre porque el separatismo no soporta que el Gobierno saque pecho por la normalidad en Cataluña. El ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, afirmó que el encuentro en Barcelona serviría para visualizar que el procés se había acabado, en parte como justificación a las cesiones a ERC que tanto molestan al electorado socialista. 

Las fuerzas independentistas vieron la oportunidad de chafarle la guitarra montando un acto de protesta, al que también se han apuntado los republicanos con Oriol Junqueras al frente de la pancarta, mientras Pere Aragonès, en calidad de presidente de la Generalitat, participa en la cumbre.

La protesta, pues, no se sabe si es contra la reunión franco-española o es un gesto puramente de autoafirmación. En realidad, la polémica es absurda porque es evidente que el procés está muerto, entendido como desafío unilateral, que fue lo que sucedió en 2017, y no como aspiración política. El deseo secesionista sigue vivo, aunque a la baja, y hoy solo una pequeña minoría piensa que es alcanzable.