Borja Terán Periodista
OPINIÓN

El dilema del posicionamiento político de los presentadores de TV: influir o irritar

Estamos confundidos: empezamos a pensar que la autoría es dar mítines cuando es crear desde el ideal. Nada que ver.
Ana Rosa Quintana en 'El Programa de Ana Rosa', pilar de Telecinco.
Ana Rosa Quintana en 'El Programa de Ana Rosa', pilar de Telecinco.
Mediaset
Ana Rosa Quintana en 'El Programa de Ana Rosa', pilar de Telecinco.

Chicho Ibáñez Serrador vislumbró que con la llegada de la más feroz competencia "la oferta televisiva se iba a igualar". Acertó, y lo hizo treinta años antes de que la pantalla se multiplicara en una pluralidad de ventanas con la popularización de las redes sociales y la llegada de las plataformas bajo demanda, que nos enfrentan a diario a un gran flujo de contenidos audiovisuales, aunque paradójicamente demasiado clónicos.  Vemos mucho, olvidamos también mucho.

Entre tanto trajín, el porvenir de los medios de comunicación clásicos vuelve a ir unido a los autores de cabecera. Aquellos profesionales que logran un sello especial a través del binomio de credibilidad y creatividad. No es nada nuevo, siempre ha sido así. Joaquín Soler Serrano, José María Íñigo, Jesús Hermida, Mercedes Milá...  Nombres propios con un carácter incontrolablemente auténtico. Ya lo dice María Teresa Campos: "nunca he sido parte del decorado".  Su carisma daba una entidad única al programa, independientemente de los asuntos protagónicos del día.

La autoría deja huella. Más demandada aún en épocas donde el comentario anónimo despista demasiado desde las aplicaciones virales. El espectador busca en la tele esa elaboración que no encuentra en otros lugares y agradece prescriptores en los que confiar porque crean un universo curioso a través de una perspectiva interesante, útil e ingeniosa. O las tres cualidades juntas. 

De ahí que, si nos fijamos bien, los programas que siguen calando en el recuerdo colectivo de hoy continúan siendo aquellos vinculados a rostros que no imitan: Jorge Javier Vázquez, David Broncano, Alfonso Arús, Antonio García Ferreras... Sus programas hubieran sido otra historia con otros presentadores. En algunos casos, hubieran durado un Telediario y medio.

Algo similar sucede con Ana Rosa Quintana, Pablo Motos o Iker Jiménez. Todos son referentes de la televisión de autor, que el espectador recuerda, entre otras razones, porque sus líderes atesoran una mirada que no crea indiferencia. 

Aunque existe una diferencia entre la mayoría de los creadores televisivos de antaño y algunos de los que resuenan hoy con más intensidad. En la televisión tradicional antes había cierta cautela para que la opinión personal no paralizara el rigor. La verdad tenía valor y era vista como el camino para lograr la confianza de un público amplio.

En cambio, con el auge de las redes sociales, da la sensación de que todo el mundo debe tener opinión de todo. Los propios comunicadores se contagian de esa sensación. No vale con presentar, también hay que influir. A menudo, pensando más en los políticos que en el espectador.  

Pero la audiencia no quiere comunicadores en trincheras radicales, que parece que más que presentar estén elucubrando en Twitter. Antes el público disfrutaba del cabreo en la tele, verlo suponía sentirse superior a las locuras que veía. Ahora, la bronca le afecta directamente. La vive en primera persona en las redes sociales, donde participa activamente.

El espectador se siente en medio de la gresca y vive un hartazgo de miedosas proclamas, que paralizan, crean ansiedad y son la antítesis de la información útil. Y es difícil escapar de este ambiente de crispación, ya que va contagiándose por todos los lados mediáticos. Incluidos grandes buques insignia de las televisiones generalistas. Error, pues la audiencia quiere ser acompañada, no enfrentada. Hay tendencias claras que lo marcan. De ahí que, por ejemplo, Alfonso Arús sea capaz de arrebatar el liderazgo a Ana Rosa Quintana. Pero, mientras tanto, estamos muy confundidos: empezamos a pensar que la autoría es dar mítines cuando es crear desde el ideal. Nada que ver.

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