Llámalo depresión postvacacional, regreso a la realidad, miedo a ese futuro tan negro que nos están pintando con inflación disparatada, economía recalentada, crisis climática, huracanes, rusos y virus, pero tengo la sensación de que este año el otoño ha empezado el primero de septiembre y en lugar de hojas de los árboles las calles están cubiertas de incertidumbre. De repente el verano se ha convertido en un recuerdo lejano, ese en el que muchos echaron el resto, y hasta se entramparon, al grito de que el dinero nos da la felicidad. Pero va a ser que no.
Piénsalo un momento. Lo mejor de la vida es gratis. Disfrutar una puesta de sol, una siesta sobre la hierba, un baño de estrellas o de risas, esa caricia furtiva no tiene precio, no lo puedes comprar por Amazon, no hay dinero en todo el mundo capaz de conquistarlo. Te viene de regalo cuando menos te lo esperas y se convierte en algo inolvidable, siempre cercano, mucho más inmortal que todos esos cientos o miles de fotos veraniegas amontonadas en la memoria del teléfono móvil y que nunca más volverás a mirar.
Llegó septiembre, siempre llega, y muchos se replegarán en su rutina como quien esconde el bañador en el fondo del armario o mete la cabeza en un agujero de trabajo compulsivo, cuando es justo al revés. Hay que sacar del cajón lo mejor de nosotros, esa alegría por vivir que floreció con el calor, retomar el contacto con los amigos, con los paseos, con esa naturaleza que tanto buscamos en nuestros viajes y que con las primeras lluvias vuelve a renacer en una segunda primavera incluso en parques y jardines sanadores.
Porque la felicidad auténtica es la suma de muchos pequeños buenos momentos (y de besos) que también abundarán este otoño.
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