Borja Terán Periodista
OPINIÓN

Concha Velasco, los valores de la artista de la sinceridad única

Borja Terán reflexiona sobre su trayectoria, legado e inspiración.
Concha Velasco
Concha Velasco
Cinemanía
Concha Velasco

Contaba Concha Velasco que de niña le daba miedo dormir bajo un espejo filipino que había sobre el cabecero de su cama. Los reflejos le provocaban pesadillas. Pero sólo por la noche, porque de día se ponía delante de ese mismo espejo, filipino, e intentaba emular, una y otra vez, la miraba de Scarlett O'Hara. No paró hasta que lo consiguió. 

Ya desde pequeña, Concha irradiaba carácter de cabeza de cartel, ese que te hace pelear por alcanzar tu sueño, aunque tu realidad te insista que es una locura. Su ensoñación de la niñez, se convirtió en profecía cumplida. Velasco logró ser una estrella de la escena. No sólo actriz, no sólo cantante, no sólo presentadora: directamente artista multicolor, artista protagonista. Con muchas bombillas alrededor de su nombre. Conchita Velasco, primero. La gran Concha Velasco, después.

Fue derribando fronteras entre enjundiosos estatus del cine y liviandades del entretenimiento de masas. Ella valía para todo, y dedicaba su vida a demostrarlo. Era una actriz 360 cuando ni siquiera sabíamos lo que significaba eso. Lo mismo interpretaba a una mala malísima que te hacía de la más empática maestra de ceremonias de una fiesta de variedades, recuérdense aquellos imprevisibles ‘Viva el espectáculo’ desde la sala de fiestas Florida Park. Lo mismo brillaba en el teatro que acudía a ser entrevistada por los más despiadados de la prensa rosa. Que se quedaban siempre magnetizados por su sinceridad. Dicen que cuando a Concha Velasco le preguntaban en el ascensor un protocolario "¿qué tal?", ella no podía responder con un simple "bien" y narraba todas y cada una de sus preocupaciones del día. Eso es lo que, en el fondo, hacía a Velasco diferente: transmitía una sinceridad única. Su verborréica generosidad a la hora de compartir apasionadamente sus afectos y desafectos hacía que el público la sintiera suya. La gente se implicaba con sus vivencias, ya fueran de su vida real o de la imaginaria, que también.

El carácter de Velasco dotaba a cada programa o ficción de una espontaneidad extraordinaria. Estuviera interpretando un papel, a sí misma o a la ensoñación sobre sí misma. Siempre se tiraba hasta el fondo de la piscina. Aunque no tuviera demasiado agua. Si había que interpretar a un personaje con una excentricidad abrumadora, lo salvaba con intuición. Si era dirigida por Josefina Molina para hacer de santa, de Santa Teresa, no solo interpretaba el papel, sino que estudiaba y se impregnaba de la dimensión del personaje hasta que el espectador se olvidaba por completo del glamour de la Velasco y sintiera de frente a una revolucionaria monja sin dientes.

La primera vez de Concha Velasco en la televisión fue en los emblemáticos Estudio 1, donde la cadena pública grababa grandes obras de teatro con el objetivo de acercarlas al gran público y porque eran mucho más baratas y fáciles de producir que realizar una serie al uso. La dama del alba (1965), La alondra (1969), Don Juan Tenorio (1966), Una muchachita de Valladolid (1973) o Las brujas de Salem (1973) fueron alguna de las funciones catódicas que se representaban ante las cámaras en un recién inaugurado plató número uno de Prado del Rey, donde aún todo era rudimentario.

Bajo la característica parrilla desde la que aún hoy siguen colgando los focos del estudio 1, que fue el más grande de Europa, Concha Velasco viviría la edad de oro de sus éxitos y también algún que otro fracaso. Ahí condujo las mastodónticas galas de Nochevieja de los años 80, que se realizaban en riguroso directo, reuniendo por fin de año a los más disputados cantantes y humoristas de la época. Ahí Concha derrochó su talento de showoman de mirada amplia, entendió que cohibir las posibilidades de un artista por los prejuicios de las élites era empequeñecer el arte. Ella podía, así que actuaba, cantaba, presentaba o bailaba. Porque Concha siempre bailaba con el público. Y de todas las maneras posibles. Allí, en ese mismo estudio 1, subió y bajó también las escaleras del decorado ochentero de Un, dos, tres… para cantar en la subasta final su 'Mamá, quiero ser artista'. No hizo falta ni un ballet ni una banda. No hacía falta nadie más en el vacío escenario. Velasco lo llenaba con su sonrisa segura de sí misma. Hasta tenía personalidad en la manera de apretar los dientes.

Su larga y plural trayectoria es inabarcable en un artículo, pero a lo largo de toda ella hay algo innato que jamás cambió desde que era esa niña que se miraba al espejo queriendo ser Scarlett O'Hara. Nunca perdió esa perseverancia de la insistencia de intentarlo. Aunque se pudiera equivocar. Daba igual, lo importante era seguir cautivando al público. Ese mismo público que no podía disimular como lo buscaba con la mirada cuando salía de los teatros. Siempre recordaré como al aparecer en la calle, tras cruzar la puerta de artistas, los ojos de Concha intentaban encontrar a los admiradores con la ilusión de la primera vez. Ese era otro espectáculo: la felicidad de recoger la emoción sembrada. 

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