Si algo dejó claro la aventura independentista en Cataluña es que la economía no tiene corazón. Puedes insuflar a todo un pueblo el sentimiento supremacista que subyace en los nacionalismos ultras pero al final el mundo del dinero pone a cada cual en su sitio. Cuando digo el dinero no me refiero solo al tópico de la siempre “malévola” Banca, ni a los grupos financieros o al de los grandes fondos de inversión, que también; cuando digo dinero hablo del bolsillo de la gente corriente.
Esa infantería social que ha de echar un montón de horas para llevar un sueldo a casa, pagar el alquiler o la hipoteca y una pila de recibos inmisericordes a fin de mes. El suyo es el mundo real y muchos ciudadanos de Cataluña lo habrán creído compatible con el ensoñamiento inducido de esa Arcadia feliz que los políticos soberanistas les vendieron y llevaron tan lejos como para provocar el vislumbramiento de las orejas del lobo.
Solo la posibilidad remota de que la independencia cuajara se llevó por delante, en pocos días, casi dos mil empresas catalanas que trasladaron sus reales a otras comunidades, entre ellas los bancos, el sector de seguros y las compañías del Ibex.
No se fueron incitadas por ningún poder oculto, se marcharon por el temor de sus accionistas a quedar fuera del paraguas europeo o porque sus impositores, muchos de ellos independentistas, retiraban el dinero para ponerlo a buen recaudo en entidades fuera de Cataluña. Un par de semanas más con la incertidumbre de esa República catalana supuestamente proclamada y sus devastadores efectos habrían dejado su tejido empresarial como un erial.
Ha habido además otras consecuencias graves aún por evaluar. Ahí está la caída del turismo, cuyas primeras cifras ya resultan alarmantes, o el boicot a los productos catalanes que nadie, en su sano juicio, apoya pero que ha hecho fortuna en una parte del subconsciente colectivo agitado por las redes. Si el separatismo es ya catalogado como una emoción irracional, a nadie puede extrañar que provoque reacciones igualmente emotivas e irracionales como el negarse a comprar nada que lleve el sello de Cataluña.
El boicot es un pésimo negocio para todos porque no hay un solo producto catalán que no lleve un corcho, un envase, una etiqueta o algún elemento diseñado o fabricado en otro lugar de España. En las próximas semanas iremos conociendo datos del control de daños que deja el “proces”, datos que reflejarán caídas en las ventas, supresión de puestos de trabajo y pérdida de inversión. La intentona independentista no saldrá favorecida en ese retrato pero pondrá blanco sobre negro lo que la causa supone. Si la visión del cuadro resultante actúa al menos como antídoto contra las falacias del nacionalismo radical, no habrá sido del todo en balde.
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