Hay gente afortunada que tiene pueblo. El suyo, el de sus padres, el de sus abuelos o el de la casa en el pueblo, pero lo tiene. Propio e intransferible. Orgullosos de disfrutarlo, la llegada del verano es la señal soñada (más soñada que nunca tras estos dos años de cruel pandemia) de ese regreso a sus paisajes más íntimos y personales.
El canto del gallo y de los vencejos, el tañido de las campanas o del viejo reloj del ayuntamiento, el mugido de las vacas, el balar de las ovejas, el golpeteo de la pelota en el frontón, los juegos alegres de los niños, los timbres de sus bicicletas, el crotoreo de la cigüeña en lo alto de la iglesia, el zas-zas de la azada abriendo surcos en la huerta, el machaqueo de las chicharras en esas soporíferas tardes de canícula y siesta. Sonidos de pueblo que un verano más nos esperan a la vuelta de la carretera comarcal, en recias casas que huelen a tiempo pasado, a pan recién hecho.
"Si queremos pueblos vivos, debemos valorar sus sonidos y olores"
Recientemente, el Parlamento francés ha dado los primeros pasos legislativos para definir y proteger el patrimonio sensorial de los campos galos. Cuidadosos del paisaje, de ese terroir que han convertido en bandera de su cultura, defienden que ciertos sonidos e incluso olores forman parte del entorno tradicional de un territorio y son indispensables para su equilibrio como sociedad.
Esta norma es muy importante. Salvaguarda un modo de vida tradicional frente a tontos urbanitas que no entienden lo que es un pueblo y exigen el silencio de los cementerios. Todo lo contrario. Si queremos pueblos vivos, debemos valorar sus sonidos y olores. Espacios de la memoria donde, cerrando los ojos, volveremos al que Shakespeare definió como "ese verano eterno que jamás se agosta".
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