Mario Garcés Jurista y escritor
OPINIÓN

Son invisibles

Un hombre requiere los servicios de una prostituta en la calle Montera de Madrid.
Un hombre requiere los servicios de una prostituta en la calle Montera de Madrid.
JORGE PARÍS
Un hombre requiere los servicios de una prostituta en la calle Montera de Madrid.

Madrid fue y es ciudad de trastiendas, contubernios y tertulias conspiratorias a medio gas con Dry Martini y Anís del Mono, mucho antes de que el comunismo puritano viniera a decirnos lo que debemos consumir. En una de esa veladas intemporales, algún año antes del nacimiento de la mascarilla, un buen amigo –bien conocido en los mentideros capitalinos por ser una de las mentes más luminosas de este país–, me contó que Luis García Berlanga envió un guion coescrito con Rafael Azcona a la Junta Nacional de Censura franquista. 

El órgano inorgánico tenía como cometido la fiscalización y reparo de eventuales indecencias y otras mamandurrias inmorales. Años de Ministerios de la moralidad que anticipaban el misterio presente de los Ministerios de la veracidad.

A los días, el manuscrito fue devuelto, debidamente censurado, como consecuencia de una escena aparentemente aséptica que, más o menos, comenzaba del siguiente modo: «Madrid. Gran Vía. Seis de la mañana. Amanece en Madrid y un grupo de personas desciende por la acera de la izquierda…».

Perplejos, pero escarmentados por la censura del texto, deciden visitar al inquisidor del régimen para comprender la causa del reproche. El Director General no titubeó: «Querido Berlanga, no me haga pasar por idiota, sabe que donde ustedes escriben eso, lo que realmente se va a ver en la película es a un ministro saliendo de un club de alterne de la Gran Vía...».

Niñas invisibles de ayer y de hoy
que no forman parte de la historia
porque no queremos que existan

Hasta aquí, la comedia blanca de una España de sexo convexo y de fornicio con luces apagadas. Pero esa comedia revenida esconde una tragedia, quizá la peor de todas, el drama de tantas personas que sobreviven dominadas por el terror y la necesidad. Niñas invisibles de ayer y hoy que no forman parte de la historia porque no queremos que existan. Su existencia palidecería nuestra conciencia de hombres justos que democratizan sus valores al mismo tiempo que conservan sus horrores. Indignos.

Madrid padece la esquizofrenia de su doble moral, la misma moral que consiente la esclavitud a cada esquina mientras los mismos consumidores de ese sexo prostituido pasean indiferentes por las aceras de la mano de sus esposas.

Más de medio siglo después de la anécdota de Berlanga, la Gran Vía sigue mostrándonos nuestra humillante e infame trastienda ética, una puerta de atrás donde se cuela la explotación de niñas y mujeres, privadas de sus pasaportes, estremecidas y aterradas por las amenazas del vudú de hampones de carne viva, angustiadas por la suerte de sus familiares en América, convertidos en cualquier aldea de Ecuador o de Perú en rehenes de las violaciones que sufren diariamente en Madrid. Son invisibles porque no queremos verlas. Ni menos ni menas. No existen. No están. No son.

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