No voy a meterme en camisas de once varas, ni a sumergirme en la polémica sobre la regulación o abolición de la prostitución. Ese debate no puede ventilarse en unas cuantas frases, tampoco a puñetazos como aconteció hace pocos días en una plaza de Ciutat Vella. Lo que les planteo es algo más prosaico, menos ideológico, pero no por ello menos preocupante.
A lo largo de la mañana echen un vistazo a calles cercanas a plaza Universidad o, al llegar la noche, visiten los alrededores del Camp Nou. Comprobarán que el viejo eufemismo ‘hacer esquinas’, para mencionar el oficio más antiguo del mundo, sigue vigente en toda su literalidad.
El objetivo de estas líneas no es desencadenar actuaciones represivas ni soltar moralinas al gusto de beatas integristas. Nada de eso. Pretenden tan solo, en plena pandemia, mostrar inquietud por dos fenómenos que devienen preocupantes.
El primero de ellos tiene que ver con los contagios que, presumiblemente, se pueden multiplicar en un mercado del sexo precario, con escasas condiciones higiénicas.
El segundo tiene que ver con las personas, algunas de ellas entradas en años, que ejercen la prostitución callejera y que apenas consiguen recursos suficientes para subsistir dignamente.
Nada que ver lo que les cuento con las escorts de lujo ni los clubs de alterne. Mucho que ver con los rostros angustiados de seres humanos con mascarilla ‘haciendo esquinas’ en tiempos difíciles. Me atrevería a sugerir, humildemente, que las administraciones actuaran al respecto.
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