Esta semana del año pasado, concretamente, el 6 de enero, una turba estrafalaria asaltó el Capitolio de los Estados Unidos en Washington DC.

Todos nos reímos viendo cómo iban disfrazados los asaltantes hasta que supimos que había muertos y que lo que pretendían era un golpe de estado auspiciado por Donald Trump, el presidente saliente.

Hemos hablado muy poco sobre la gravedad del intento de golpe de estado en la primera potencia del mundo. Muy poco, y no debería ser así.

Un año después, demócratas y republicanos han ahondado todavía más si cabe sus rivalidades. Y lo han hecho hasta extremos amenazantes.

72 millones de norteamericanos votaron a Donald Trump. El 70% de los cuales todavía hoy continúa pensando que las elecciones fueron un fraude. Se dice rápido y pronto. Y, a pesar de lo que pasó, continúan soñando en que Trump vuelva a ser candidato.

Mientras tanto, se conforman con la mentirosa y reina de los conspiradores de QAnon, la congresista por Georgia, Marjorie Taylor Greene. Para no alargarme, y para que quede clara su catadura moral, ha comparado la obligatoriedad del uso de la mascarilla con los nazis obligando a los judíos a llevar la estrella amarilla de David.

Seguro que se dirán que las creencias y excentricidades de Greene son minoritarias y que los periodistas siempre exageramos. Bien. Una encuesta reciente del Public Religion and Research Institute y el Interfaith Youth Core encontró que el 14% de los estadounidenses podrían ser descritos como “creyentes de QAnon” y que el 55% eran algo susceptibles a sus puntos de vista.

Otra encuesta, esta más reciente, elaborada por el Washington Post y la Universidad de Maryland, indica que el 34% de adultos estadounidenses avala el uso de la violencia contra el gobierno.

El movimiento supremacista que puso en marcha Trump está más vivo que nunca y eso, como ya se ha demostrado, es muy peligroso.