
Qué irremediable resulta que el poder conlleve una pasajera sensación de inmortalidad: del portero de discoteca a presidentes, al famoso sin poder efectivo. La adulación, el dinero, la capacidad de tomar decisiones o la vanidad convierten a quien era nada en un elegido. Lo creen y nos lo creemos. Le bastará un eco de carisma, o acertar en el momento justo para que quienes estén en su bando confirmen que es intocable.
Toleramos un margen de mezquindad (mentiras reiteradas, corrupción, contradicciones, desfachatez), que el miedo y el desconcierto de la pandemia han ampliado. Entonces, en un momento dado, el margen otorgado se acaba.
Deberían estudiar Historia: pero la sensación de inmor(t)alidad desprecia el futuro y olvida el pasado.
Esa caída les coge siempre por sorpresa. La devoción se transforma en indiferencia cuando días antes contaba con un coche oficial, o se enriquecían a espuertas. Llega el ajuste de cuentas. La muerte social. Los héroes clásicos carecían de moral: podían actuar a su antojo siempre que no traicionaran a su pueblo o se cebaran con los indefensos. Si lo hacían, se transformaban en monstruos a los que el nuevo héroe aniquilaba. No es como ellos creen, no por lo que ellos creen, pero de pronto aparece un pedir pasteles cuando no hay pan; una firma falsa, una fiesta clandestina, un hurto grabado, unos estudios fingidos, un análisis antidopaje, una grabación delatora. Un bulo de más, un justificante de menos.
No lo saben, pero vemos ya monstruos andantes a la espera de quien los venza. La ceguera del orgullo no entiende de colores: la de la justicia social, tampoco. Siempre fue así: caen ídolos consagrados y aparecen otros que sirven para el momento. Deberían estudiar Historia: pero la sensación de inmor(t)alidad desprecia el futuro y olvida el pasado.
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