Con la soprano Delia Agúndez, que canta música antigua, renacentista y barroca con exquisita sensibilidad del tercer milenio, hablé una tarde reciente sobre músicos y cómicos, dos oficios distintos con algunas cosas en común: a los dos tratan con desprecio los poderosos, aunque los usen como condimento de su vida social, los dos provocan molestias cuando ejercen como espejo crítico de la sociedad y los dos trabajan en territorios en apariencia tan contradictorios como la creación y el ocio, el saber y la diversión.

Hay artistas tan alejados del mero entretenimiento que no conciben su trabajo si no sirve para transmitir conocimientos o provocar reflexiones. Otros, en cambio, con despertar en el público una sonrisa se dan con un canto en los dientes. El trabajo de Delia, que entre concierto y concierto debe dedicar cientos de horas al estudio del patrimonio musical, tiene poco que ver con el de un contorsionista o un cuentachistes, que manejan otras materias primas y otro tipo de emociones. Pero todos forman parte de un mismo universo cultural.

Desde que en primavera los cantantes se asomaron a las ventanas y las redes sociales, están sufriendo lo indecible

La cultura es el conjunto de instrumentos que permiten al ser humano crecer en el medio que habita pero es también el conjunto de facultades y sentimientos –imaginación, risa, llanto...– que lo diferencian de otras especies animales. Desde que en primavera los cantantes se asomaron a las ventanas y las redes sociales para recordarnos nuestra condición de personas, quienes se dedican a la actividad cultural –3,8 % del PIB– están sufriendo lo indecible. Y es que ni a músicos ni a cómicos, personajes importantes de este año 2020, que con su trabajo nos vacunan contra el miedo, el despotismo y la barbarie, paga esta sociedad como merecen.