OPINIÓN

Torturados en Moscú

El Tribunal de Basmanni en Moscú ha decretado prisión preventiva para los cuatro detenidos. Son: Dalerjon Barotovich Mirzoev, Saidakrami Murodali Rachabalizoda, Shamsidin Fariduni y Muhammadsobir Fayzov. Los tres primeros han admitido su culpabilidad.
Los cuatro terroristas torturados en Moscú.
El Tribunal de Basmanni en Moscú ha decretado prisión preventiva para los cuatro detenidos. Son: Dalerjon Barotovich Mirzoev, Saidakrami Murodali Rachabalizoda, Shamsidin Fariduni y Muhammadsobir Fayzov. Los tres primeros han admitido su culpabilidad.

Varios terroristas entran en un teatro de Moscú y en nombre de su diablo asesinan a 150 personas. ¿Qué distorsión de la vida espiritual puede conducir a tal carnicería? Después queman el teatro para provocar más dolor. La policía rusa detiene a cuatro y aparecen ante el juez con el rostro roto por los golpes. Uno en silla de ruedas, otro sin oreja. El escritor Rafael Reig dijo una vez que el cine había servido para que los enamorados supieran que había que besarse en los labios. Primero llegó el beso de Humphrey Bogart a Lauren Bacall y después el mundo empezó a girar. Así que uno se pregunta si, en esa visión de la vida como emulación del arte, algún torturador jugó a ser un personaje de Tarantino.

Yo estaba dispuesto a sentir odio, pero me atacó la pena y el horror al ver el aspecto de los detenidos; estaba preparado para desearles el infierno en vida, pero me encontré con la temible compasión.

Recuerdo un documental sobre la pena de muerte en Estados Unidos. Aparecían todos los protagonistas del macabro ritual; desde los asesinos sentenciados —algunos se declaraban inocentes— hasta los familiares destrozados de las víctimas y con sed de justicia, desde jueces implacables a funcionarios de prisiones escépticos, desde activistas contrarios a la pena de muerte hasta partidarios acérrimos con aspecto de poder asaltar un día el Capitolio. Pero sobresalía un verdugo. Era un hombre con bigote, grandullón, que no se parecía en nada al de Berlanga y que hablaba con orgullo de su desempeño.

Cada trabajo conlleva su deformación profesional. Cada oficio modula el temperamento de quien lo ejerce. Los abogados suelen ser locuaces; los periodistas, chismosos; los escritores, misántropos y tendentes a la fabulación. Del personal sanitario sabemos que debe cuidarse de la empatía con el paciente; al menos, debe sentirla de una forma no invasiva, no invalidante. Una enfermera me dijo que ella, para sobrevivir a su intensa cotidianidad laboral, llevaba un disfraz emocional y lo dejaba en el hospital al final de su jornada. Todas las aflicciones del día se quedaban allí como parte del uniforme. 

Los fotógrafos de guerra deben alimentar cierta impasibilidad si quieren ejercer bien su trabajo, hasta el punto de que muchos han sufrido luego colosales remordimientos. El contagio emocional del entorno es un estorbo, porque dejas la cámara a un lado y das la mano al moribundo. Suelen decir que su trabajo conciencia a la humanidad sobre los horrores bélicos, y no les falta razón, pero me temo que el origen de su vocación radica más en una pulsión aventurera que en un afán filantrópico. La coartada moral es parte también de toda deformación profesional. El verdugo del documental decía que, después de ejecutar las sentencias, cuando ya tenía a su lado el cuerpo sin vida del condenado, exclamaba contento: "Qué bien, ya no le podrás hacer daño a nadie".

Los individuos que, amparados por el régimen de Putin, han torturado a los presuntos asesinos de Moscú pueden argumentar que van a salvar vidas —con presión física los secretos se desvelan rápido—, pero no dejan de ser salvajes torturadores (corren por algunas cuentas rusas de telegram espantosas estampas de lo padecido por los detenidos). ¿Qué les dice su conciencia cuando regresan a casa? Supongo que dormirán bien, satisfechos de haber dado su merecido a unos canallas. Los guionistas de Hollywood saben que la venganza es adictiva y placentera para el espectador, de ahí el éxito de aquellas películas baratas de Charles Bronson en las que, primero, unos pandilleros en moto asesinaban a la familia del protagonista porque sí, por pura diversión, y luego el protagonista se iba vengando de uno en uno a lo largo de dos horas de saciante metraje.

El repentino sentimiento de compasión hacia un monstruo resulta más desasosegante y difícil de encajar; y tiene peor proyección cinematográfica. Quizás sea la última conexión con su humanidad; la convicción instintiva de que hasta los más abyectos criminales merecen un respeto básico porque hay algo en ellos que también tienes tú: su naturaleza o su dignidad humana. Esa impresión es, tal vez, el origen de la idea de un Estado garantista que deja en manos de jueces y no de torturadores la búsqueda de toda verdad judicial. Esa impresión, quizás, nos ayudó a salir de las cavernas. Pero la pulsión de regresar a ellas también está en nosotros, claro, y genera sus recompensas. Lo sabía Charles Bronson, el peor actor de la historia del cine, que se hizo millonario gracias a ello. Y lo sabe Putin.

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