Carmelo Encinas Asesor editorial de '20minutos'
OPINIÓN

Guerra y paz

Imagen de tanques rusos comandados por soldados ucranianos.
Imagen de tanques rusos comandados por soldados ucranianos.
LAPRESSE
Imagen de tanques rusos comandados por soldados ucranianos.

Siete años tardó León Tolstói en escribir esa novela inmensa en la que describió la sociedad rusa del siglo XIX en el contexto de las guerras napoleónicas. Guerra y paz, una obra imprescindible de la literatura que constituyó el más feroz manifiesto de la época contra las guerras y la decadente aristocracia que defendía sus intereses en ellas. Dos siglos después, y tras dos grandes contiendas mundiales que asolaron Europa, el Viejo Continente, ha vivido el más largo y fecundo periodo de paz de su historia.

Hay ya casi tres generaciones que no han conocido contienda alguna en territorio europeo, con la única excepción de la guerra de los Balcanes en la que el papel de países como el nuestro fue pretendidamente pacificador.

Las sociedades avanzadas de la UE contemplan la guerra como algo medieval y aberrante que, desde hace décadas, siempre ocurre fuera de sus fronteras y son pocos, con la excepción de los militares profesionales, los que se declaran dispuestos a participar de forma activa en enfrentamientos armados para defender causas o intereses que consideran ajenos. Solo la respuesta a un ataque o invasión al propio territorio podría mutar esa actitud por mera supervivencia.

Tal circunstancia se percibió como impensable desde la caída del bloque soviético y la hegemonía estratégica de la OTAN, que nació para disuadir cualquier tentación expansionista de la URSS. Así hemos vivido hasta la invasión rusa de Ucrania, que vino a remover los principios que creíamos asentados e inamovibles. En Europa la defensa no era una prioridad y ahora empieza a serlo.

Acomodados al papel hegemónico de los Estados Unidos, con bases y unidades militares en puntos estratégicos de nuestro continente, los países comunitarios no pusieron énfasis alguno en potenciar sus ejércitos y el desarrollo de su industria militar estuvo más dirigido hacia la venta a terceros países que a la defensa propia. Todo eso empieza a cambiar al sentirse amenazados por quien no parece tener límites en su hostilidad hacia Occidente.

Al principio fue la ayuda militar a Ucrania de la que, en mayor o menor medida, participan la práctica totalidad de los países occidentales y que demanda nuevos envíos para poder mantener un esfuerzo bélico que el Gobierno de Kiev no podría sujetar con medios propios. Una ayuda que ha mermado los arsenales europeos y que obliga a redoblar la producción de las factorías armamentísticas.

Con Putin en Moscú y la posibilidad de que Trump vuelva a la Casa Blanca, Europa empieza a manejar la necesidad no solo de reforzar sus ejércitos, sino la de establecer vínculos militares más efectivos entre países de la UE que permitan presentar una respuesta comunitaria coordinada y contundente ante cualquier hipotética agresión sin verse obligados a depender del amigo americano.

La creación de un ejército europeo no es fácil por los intereses nacionales y las irrenunciables soberanías de cada país, pero sí la de una fuerza común consistente y bien dotada con una porción de los recursos que cada uno de los estados miembros destina a la defensa.

Fuerza y estrategia comunes, esta semana ya se habló de la compra conjunta de armas, que conjure episodios como el protagonizado por Emmanuel Macron la pasada semana planteando el envío de tropas a Ucrania, un farol que hubo de ser apagado de inmediato por el resto de los socios comunitarios. El escenario de rearme ante el temor de una escalada bélica que sobrepase nuestras fronteras no es precisamente halagüeño, pero se impone de nuevo el viejo latinajo : si quieres la paz, prepárate para la guerra.

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