Me encuentra el anuncio de los nuevos nombramientos del Gobierno en Roma, donde la belleza todo lo relativiza y nos recuerda que nada cambia si no lo cambiamos nosotros. El nuevo ministro de Cultura asume una cartera simbólica que resulta en muchas ocasiones un regalo envenenado, el talón de Aquiles del resto, con escasas atribuciones pero una exposición aún mayor que otras. Hereda, y debería resolver, la situación del Estatuto del Artista, embarrancada en no sé qué objeciones de Hacienda: sería decisivo que ese tema se rematara, y que recordara que además de nuestros vistosos y también necesitados primos, los actores y la gente del cine y el teatro, que además del agujero negro y vertiginoso de los museos, los escritores existimos más allá de la Feria del Libro y nos encontramos en una indefensión y bajo una carga fiscal injusta y aleatoria.
Nosotros nos quejamos menos, y a las editoriales; quizás por eso somos la cola de león de un ministerio al que, ya desprovisto de Deportes, le deseo lo mejor, y le exigiré el máximo.
Mientras las letras doradas de las carteras aún se encuentran húmedas, yo hablaré en La Sapienza de Roma de los empleos futuros, de cómo afectarán los nuevos cambios a las Humanidades, a las que auguraban un triste destino y que se han transformado en una parte esencial para el desarrollo de las inteligencias artificiales. Presagios terribles aparte, la situación con la IA es seria y amenaza con serlo más aún: sin una legislación común que sobrepasa a Cultura y salta a otros ámbitos, nos barrerá a los creadores y generará situaciones de pesadilla en cuanto a autoría, identidad, propiedad y derechos. Todo pasa, nos recuerdan las fuentes de Roma, caen los poderosos, se hunden los imperios, los nombres se olvidan. Pero queda el arte, con su capacidad redentora. Deberíamos recordarlo a menudo, pese a todo, contra todos.
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