El pasado sábado en su intervención en el festival Blacklladolid, dedicado en esta edición a la literatura y la música, Antonio Muñoz Molina hacía alusión al libro que estaba leyendo: se trataba de un ensayo que apenas unos días antes había recibido una cobertura de cierta intensidad en la prensa, y que partía de una premisa muy interesante. Su autor afirmaba haber sido convocado a una reunión secreta en mitad del desierto por un pequeño y exclusivísimo grupo de millonarios que le consultaron, con absoluta seriedad, sobre las posibilidades de escapar del colapso al que la Tierra se encaminaba.
Que el arranque sea más o menos cierto (en realidad, resulta demasiado atractivo, demasiado conveniente para serlo) importa menos que la reacción que este libro y el eco que está provocando y que enlaza con el imaginario colectivo que la pandemia y las teorías de la conspiración han generado durante los últimos años: series como la francesa El colapso o películas como No mires arriba respaldan la existencia de cohetes, de islas, de refugios para ricos que buscan su supervivencia a toda costa cuando todo acabe.
La idea no es nueva: en la última casa en la que me hospedé en Estados Unidos, cuyo dueño era un mormón, se almacenaba en el sótano víveres y bienes suficientes como para sobrevivir cuando el fin del mundo llegue.
Reconozco que no esperaba que los políticos españoles mencionaran esta distopía, pero sin duda el otoño me obligará a revisar qué considero lógico y qué no: porque la realidad me ha enseñado a creer lo increíble, y a desconfiar de lo que durante años creí palpable, sólido y cierto. Pero que la última teoría conspirativa acabe siendo cierta y nos quedemos aquí, mirando los cohetes que se alejan hacia la Tierra B, me parece menos inquietante que el que se use el miedo y la angustia en boca de quienes deberían protegernos y desmentir esas hipótesis.
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