OPINIÓN

Me informo de la cosa woke

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De pronto, salgo de mi proverbial despiste y me sumerjo en el fascinante fenómeno de la "cultura woke", un sintagma que ha inundado los discursos más progresistas y culturetas de España, trayendo consigo un sinfín de significados y polémicas de las que yo nada sabía hasta ayer mismo, la verdad. Hay un izquierdismo woke, un feminismo woke, un ecologismo woke y hasta una gastronomía woke (hortalizas, básicamente). La cosa surgió en las comunidades afrodescendientes de Estados Unidos en 1930 (o sea, antes de nuestra guerra civil: casi nada). Estar woke, o sea despierto, significaba mantenerse alerta, vigilante contra la explotación y la injusticia, o eso dice la wikipedia de la que tanto nos fiamos (aunque luego te enteres de que la redacta tu cuñado).

Con el paso del tiempo, este palabro ha crecido y evolucionado hasta convertirse en un concepto que abarca gran variedad de perspectivas y causas (sobre todo, de género) y ha tenido cierto éxito en España (aquí la originalidad consiste en imitar, primero que nadie, algo procedente de Estados Unidos, lo que sea: desde un programa de televisión hasta una novela o un movimiento político). Cualquier persona que se sienta víctima de algún tipo de injusticia (por íntimo y secreto que sea su sentimiento) puede, con audacia y estilo, proclamarse "woke", y es como si abriera una ventana a una realidad superior: ¡He despertado! ¡Veo!

Las múltiples identidades sexuales que han surgido en los últimos años también encuentran su sitio en este escenario importado, donde la confusión se celebra y las etiquetas proliferan para desconcierto de aquellos que nunca conseguimos despertar del todo y para alegría de quienes comandan el proceso. Resulta que, una vez que los rezagados creemos haber abierto los ojos, pronto volvemos a sentirnos bajo los designios del odioso letargo, lo queramos o no, ya que la vanguardia woke (que radica en California y no en Madrid ni en Barcelona) siempre va un paso por delante en términos de vigilia.

No podemos olvidar que, a diferencia de Estados Unidos, España está entre el Atlántico y el Mediterráneo, encajada junto al mar, Francia y Portugal, con Marruecos debajo, y que tiene una población y una historia muy distintas a las norteamericanas; es decir, es una realidad política y social diferente, con problemas que se manifiestan en las casas y en las calles, no tanto en las series de las plataformas de streaming.

El concepto de hombre blanco, por ejemplo, significa una cosa en España y otra en Estados Unidos, donde un español no siempre es considerado blanco (así sea pelirrojo), como no lo fueron considerados los polacos, los irlandeses o los italianos en épocas pretéritas del país norteamericano (cuando eran inmigrantes y pobres).

La llamada cultura de la cancelación, que es el boicot del trabajo de ciertos creadores por sus posiciones políticas o por sus comportamientos ajenos a la moralidad woke, es otra ocurrente maravilla del otro lado del charco que han asumido con alegría nuestros miméticos progresistas woke, tanto es así que ha terminado llevándose por delante a uno de sus paladines (defendía la decapitación de casi todas las estatuas que hay en Europa por heteropatriarcales, reaccionarias y machistas; y ahora lo han decapitado a él, laboralmente, por todo eso y más).

Por eso, amigos y amigas woke, despertemos a nuestra propia realidad y recordemos que, aunque el nombre de nuestros hijos sea ya Oliver o Izan (gracias a nuestra fascinación por Netflix), el de nuestros padres era Manolo y, a veces, incluso, Eustaquio o Solutor. Propongo, entonces, un término nuevo para nuestra honorable gente woke: los espabilados. Estaban abotargados y abotargadas y han salido del pasmo: han espabilado. (Además, el palabro woke ha perdido su brillo y ya se usa con intención peyorativa, según nos informa wikipedia, una vez más).

Seamos vanguardia por una vez en la vida. Espabilemos todos, sí, y cancelemos la palabra woke, que es antañona, de los años treinta, reaccionaria; en fin, todo eso. No creo que en California se enfaden.

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