Lo malo no es que sepamos que viene el agua como llegaba el lobo en los cuentos, primero a España, luego a Grecia, sino que nunca parezca que llegue, como con el pastorcillo que inventaba lobos porque necesitaba atención, o diversión, quién sabe, y que finalmente caiga con el eco a maldición bíblica que trae siempre una naturaleza ingobernable. Lo malo llega tras eso, tras las alarmas, tras los márgenes desbocados, los pueblos arrasados, las estaciones de metro convertidas en cascadas. Llega con el silencio solemne que se alza tras lo horrible, cuando con un suspiro se coge una escoba vieja y se arremete contra el barro, cuando se recogen los animalillos muertos, emerge el último desaparecido y cae como un trapo mojado sobre la boca el duelo, la pérdida y la consciencia.
Lo peor es que hay que continuar, que las horas corren, que los niños regresan al colegio y las novedades a las librerías, las televisiones proponen programaciones que no sorprenden a nadie, el metro, el tren, el bus con las ruedas aún embarradas llevarán al trabajo a quien quizás debería quedarse en casa, porque la espalda duele o un ser querido se muere, pero aun así hay que continuar, el deber, la necesidad, el dinero, el contrato. Lo peor es que se queja quien se ha partido una uña y calla a quien le han arrancado el corazón, que la risa en redes sociales es menos divertida y más socarrona.
Lo bueno es que en ese bus el nuevo libro nos salva de la preocupación, que el niño sale el primer día de cole riendo con un dibujo en la mano, que la hoguera de la tele ofrece una imagen tierna, o veraz, o un momento de evasión. Que el que se queja por todo también se conmueve, que la risa es, pese a todo, risa. Y lo mejor… lo mejor es que el agua ya cayó, se espera algún arco iris en cualquier momento y que seguimos en pie tras la tormenta, frente a cualquier tormenta, junto a la vida.
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