Juan Luis Saldaña Periodista y escritor
OPINIÓN

Pasar la ITV: el juicio final

Uno de los fallos en la carrocería detectados en las ITV.
Así se ve el panorama desde la trinchera del urólogo de coches.
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Uno de los fallos en la carrocería detectados en las ITV.

Si el juicio final se parece a la ITV, que Dios nos coja confesados. Puedes terminar tus estudios, sacar la oposición, acabar la carrera, dejarlo todo en secundaria y ser muy feliz de no volver a estudiar y a examinarte, pero la felicidad no será completa. Siempre te estará esperando la visita anual a la ITV para recordarte lo que es pasar un examen. La ITV es esa inspección periódica de tu coche que tiene lo peor del examen escrito y lo peor del examen oral. Conozco a alguno que ha suspendido más pruebas de ITV que exámenes en su vida.

La ITV es una tortura lenta y tediosa en la que uno se siente inútil mientras los mecánicos hacen su trabajo. La ITV es como bailar con la suegra. Siempre vas a hacer algo mal, siempre vas a molestar. Te das cuenta de que el coche no está lo suficientemente limpio, no sabes si los papeles son los que son, te preguntas si hace falta el seguro y, después de pasar por una cabina en la que pagas y tiras cien papeles por los asientos, te colocas en una fila. Siempre eliges la más lenta, por supuesto.

Oyes voces desde el más allá y haces lo que puedes. Y después, viene el gran momento. La revisión de bajos más humillante.

No sabes si llevar el cinturón puesto o no. Si decides no llevarlo, el coche pita, así que te lo pones, pero en ese momento te toca y el mecánico te pide que salgas mientras le hace un tacto rectal a tu coche. Ese es uno de los momentos clave. La emisión de gases contaminantes deja a muchos vehículo suspendidos. El suspenso es tiempo y dinero. Hay que ir al taller, esperar, volver, pagar y regresar a la ITV. Por eso, no pasar la ITV es un problema porque el tiempo y el dinero no nos sobran.

Superado el urólogo, viene el oculista que te pone delante de los faros un carrito extraño y empieza el drama de la comunicación. El mecánico te dice lo que tienes que hacer con una voz cantarina como la de un niño de san Ildefonso: largas, cortas, posición, intermitente, los dos… Lo primero es escuchar, lo segundo, procesar, lo tercero es saber dónde están las luces que te piden y lo cuarto es acertar. Esos segundos son dramáticos, como cuando te pide alguien la hora y notas cómo se para el tiempo desde que lo miras hasta que lo dices.

Avanzas hacia el traumatólogo que te mira las articulaciones. Te hace vibrar en un rodillo que se parece al Misisipi del parque de atracciones y te pide que frenes. Oyes voces desde el más allá y haces lo que puedes. Y después, viene el gran momento. La revisión de bajos más humillante. Debes conducir hacia un foso y no meter ahí la rueda. El mecánico te ayuda, te coge el volante como quien lleva a un niño de la mano, pero la amenaza está ahí. Tiene que haber historias escabrosas de coches que quisieron entrar por esa abertura del suelo como monedas en una hucha. No quieres ser uno de ellos. Después, el mecánico se va y es el momento de la verdad. A veces, no te dice casi nada, ni te mira, pero te pone la pegatina en el cristal y te dice que ya está. Eres libre. Si no trae la pegatina, has suspendido y tienes que volver. Te enseña los papeles y te muestra los fallos.

Reconozco que el trato de los empleados de la ITV mejora sutilmente cada año. Se puede pedir cita por Internet y la comunicación es cada vez más fluida durante el proceso de revisión. Me he enterado, además, de que la inspección se puede delegar en otra persona y que hay talleres que te pasan la ITV y te devuelven el coche con la pegatina de la libertad condicional puesta. Todo son avances. Somos cada vez más blandos. Como decía el profesor Ramírez: “Yo apruebo a casi todos. Ya les suspenderá la vida”.

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