Decimos que los bosques son los pulmones del planeta, fábricas naturales que producen el oxígeno que nos permite respirar. Suena bien, pero la metáfora no es demasiado acertada. En primer lugar, porque si algo hace un pulmón es consumir oxígeno, no producirlo. Y en segundo lugar, porque los bosques, especialmente los más maduros y viejos, en su respiración a través de la fotosíntesis consumen más oxígeno que el que producen.
Si tuviésemos que compararlos con algún órgano vital, los bosques serían un gigantesco corazón verde. Pero en lugar de sangre, bombean agua. Y esta metáfora resulta todavía más hermosa. La toman de las profundidades de la tierra y la liberan en forma de vapor, ayudando a formar las nubes. Cuantos más árboles más lluvia, eso ya lo descubrió Colón. Pero no solo mejoran la temperatura y humedad a su alrededor, sino que también ayudan a transportar el agua tierra adentro, pues las grandes masas forestales atraen los húmedos vientos marinos hacia el interior como si fueran gigantescos imanes hídricos.
También son un poco los riñones del planeta, pues actuando como inmensos filtros atmosféricos absorben parte del CO2 que nuestra dañina actividad industrial expulsa sin cesar. Pero en las últimas décadas, la deforestación ha ralentizado el latido de los bosques. Los que quedan sufren el mal del cambio climático, están estresados, decaídos, arrinconados por las plagas, incluso muertos.
Allí donde no hay árboles, sube la temperatura, la tierra se seca, llueve menos y se altera el clima, hay peores cosechas, magros pastos para el ganado, menor producción hidroeléctrica. Cuando nuestro corazón verde sufre, nosotros sufrimos con él, aunque sigamos sin querer escuchar sus latidos.
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