La tecnología arrasa con todo a velocidad de vértigo. También en la televisión. Eurovisión siempre ha sabido incorporar la innovación para ser más espectacular. Este año, incluso aún más con un escenario donde el sublime juego de pantallas, luces y realización ha permitido a cada país una buena dosis de alardes estéticos. Pero, a veces, tal precisión escénica provoca que el festival sea más pronosticable, pues las actuaciones vienen de las semifinales repetidas como un reloj. No hay casi margen a la sorpresa. Como mucho algún desafine. 

Tan marcado está todo que la segunda victoria eurovisiva de Loreen de Suecia no ha asombrado a nadie. Su canción Tattoo ha cumplido la expectativa sembrada durante semanas. La estampa que lograba su escenografía era recordable. Por creativa pero, también, por concreta. 

Concreta, tan importante, pues el error recurrente en Eurovisión es quedarse embaucado por el superescenario. Y empezar a intentar aprovechar cada uno de la multitud de efectos especiales que se pone a disposición. Un poco de humo por aquí, un fogonazo de luz por allá, una cámara voladora por allí, que se vea bien el pantallón del suelo por acá. Demasiados juguetes por sobreusar. Y, claro, es fácil hacer que el decorado esconda al artista. Algo así ha pasado a España, que ha ejercido muy bien el trabajo de enseñar las bondades de Blanca Paloma a las otras delegaciones (se ha notado por la acogida de los jurados), pero, sin embargo, en el televoto sólo se ha sumado 5 pobres points.

Entre otros factores, los espectadores no han tenido margen para conocer lo que realmente distinguía al Eaea debido a una dirección artística más impresionada por la floritura del rimbombante plano general que por la proximidad de los flecos de nuestro Benidorm Fest.  Si no habías visto nunca la canción española, no había tiempo ni intimidad para empatizar con la cara de Blanca Paloma entre tanta intensidad de aturdidos impactos visuales que hacía más agresiva una canción que ya era cruda. 

"La emoción en televisión se narra en primer plano".

Las imágenes del escenario gigante encendido las tienen todos los países, lo que diferencia a cada propuesta del resto es su habilidad para focalizar tranquilamente el carisma de cada artista. Centrar el foco en el rostro del protagonista, resaltar su cualidad frente a los demás sin que parezca que va caminando hacia ninguna parte de un ornamento que no hay que utilizar obligatoriamente por completo. De esta forma ha vuelto a brillar Loreen con su "sandwichera" portátil pensada para trasladar su Tattoo a un universo exclusivo y que, encima, aupaba su interpretación. No parecía el mismo escenario en el que cantaban el resto de países. Un viejo y manoseado truco escénico: limitar el espacio del artista para que nadie se pierda, ni la atención del espectador ni el carácter de Loreen. 

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La propia BBC ha sabido aprovechar también esa expresividad de Loreen. Tras la actuación final de Loreen, la cadena británica no ha corrido a los planos generales que fardan del aplauso colectivo y el poderío del auditorio que han montado. Al contrario, se ha regodeado en la fuerza del primer plano de Loreen subida a su plataforma. Ahí se crea esa todopoderosa conexión con el espectador, ahí estaba la noticia real. Tan sencillo y tan olvidado en Eurovisión. Porque la emoción en televisión se narra en primer plano. No en planos lejanos intercambiables. No es nada nuevo. 

Como tampoco es nada nueva la fiesta de ilusiones que consigue Eurovisión cada doce meses, desde hace casi setenta años, gracias a su habilidad para congregar pasiones y creatividad musical. Todo junto, sin medias tintas. Una creatividad musical que moviliza estímulos e incluso sensibilidades, aunque tu país no gane. 

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