Borja Terán Periodista
OPINIÓN

Eurovisión: así se construyó como símbolo LGTBI+

Escenario de Eurovisión de este año, con el trofeo del festival
Escenario de Eurovisión de este año, con el trofeo del festival
UER
Escenario de Eurovisión de este año, con el trofeo del festival

Hay varias generaciones que crecimos con una sociedad en la que insistía en cómo debías hablar, cómo debías gesticular, cómo debías vestir, incluso cómo debías sentir. Había que entrar en un patrón, en un limitado, claustrofóbico y prejuicioso molde, que se debía repetir allá donde se pisaba. Pero, de repente, una vez al año, aparecía Eurovisión y nos ponía a imaginar a través de la fusión de la emoción de la música y el ingenio televisivo. No había límites a las formas de actuar, vestir, bailar e interpretar. Se podía hasta provocar en un escenario lleno de la alegría de las luces de colores. Y el colorista espectáculo de la provocación, a veces, era la única manera de ser visto en una sociedad adoctrinada para no mirar a lo distinto, o a lo que nos dijeron que era distinto.

En un mundo en el que todavía no había referentes visibles para las personas LGTBI+, desde su origen Eurovisión se fue convirtiendo en un lugar con el que identificarse y en el que reconocerse: un punto de encuentro que no coartaba la personalidad. Y eso, en el fondo y paradójicamente, también significaba que esa noche podías ser como eres. Sin sentirte juzgado. Mucho antes de la participación de Conchita Wurst (2014) o Dana International (1998), el eurofestival se convertía en un evasor refugio multicolor en tiempos grises. Eso es lo que ha sido y ha seguido siendo Eurovisión que, con el paso de los años y el progreso de sensibilidades, ha mantenido su mente abierta. 

A diferencia de otros festivales que se quedaron estancados y desfasados porque terminaron en una repetitiva batalla de galanes clónicos, Eurovisión ha continuado a la vanguardia en escenografía, en medios técnicos y, lo más importante, en cuidar su ADN como show que celebra la diversidad que sostiene los valores de Europa. Diversidad que es inmensamente diversa. 

Y como el versátil escenario de Eurovisión está hecho para que quepamos todos los países sin que nadie mire por encima del hombro a nadie, el festival conserva el liderazgo de programa no deportivo más visto de la televisión. Sus grandes audiencias son un retrato de la pluralidad social. De toda la pluralidad social. De los más experimentados, que les trae recuerdos al color de su niñez, a las nuevas generaciones, que se implican con un concurso que ha sabido adaptarse a las redes sociales para calentar su propia expectación. 

Algunos siempre criticarán al festival como un concurso lleno de freaks. Como si fuera malo ser freak. Cuando lo raro, a menudo, es la corriente alterna que desatasca embudos y nos ayuda a avanzar. Y, por eso mismo, seguimos viendo todos juntos Eurovisión casi setenta años después de su nacimiento. Incluidos aquellos que señalan con desdén que es un concurso freak. También lo ven, también les representa. El festival no ha dejado de crecer gracias a la imprevisibilidad de un escenario en el que la diversidad artística y social se abre camino sin demasiado miedo al qué dirán, sin pavor a los tabúes que hacen que nos perdamos tanto.  

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