Luis Algorri Periodista
OPINIÓN

"Inquieta descansa la cabeza..."

El rey Carlos III de Inglaterra.
El rey Carlos III de Inglaterra.
NEIL HALL / EFE
El rey Carlos III de Inglaterra.

La Corona de San Eduardo, o de Eduardo el Confesor, es un armatoste que pesa más de dos kilos y que mide casi 34 centímetros, desde la banda de armiño inferior hasta el remate de la cruz. Desde que Pablo VI jubiló la tiara papal en 1964, esa corona británica (construida hace cuatro siglos) es seguramente el objeto más pesado, incómodo e inestable que un jefe de Estado puede ponerse en la cabeza. Se cae. En cuanto te inclinas un poco o te mueves con brusquedad, la corona se vence y bascula peligrosamente hacia el suelo. Isabel II practicó caminando con ella durante varios días, hasta que se acostumbró a llevarla. Su padre, Jorge VI, también.

Es de suponer que Carlos III haya hecho lo mismo, entre otras cosas porque el nuevo rey posee un cabezón notablemente más voluminoso que los de sus antecesores y ha habido que 'ajustar' el aro inferior para que encaje en el cráneo real. Cuando el arzobispo de Canterbury, Justin Welby, coloque ese voluminoso trasto sobre la cabeza de Carlos Windsor, en la mañana de este sábado 6 de mayo, lo menos importante será el alivio del nuevo rey, porque sabe que, con toda probabilidad, será la única vez que se la ponga en su vida, al menos en público.

Lo más importante será lo que esa impresionante ceremonia quiere decir. La coronación, cuyas partes esenciales no han cambiado en mil años, es, en realidad, una misa que sirve para dos cosas. Una, presentar al nuevo rey ante su pueblo. La otra, ponerle en contacto directo y personal con Dios, a través del rito de la unción. El monarca recibe los símbolos de su poder (la corona, el cetro, el orbe, la espada) y se 'transforma' en un ser casi divino, como los antiguos faraones. Dicho de otro modo: se pone al servicio de la Iglesia de Inglaterra, de la que a partir de ese momento pasa a ser gobernador general.

La madre de Carlos, Isabel II, creía sinceramente en Dios. No hay forma de saber si al nuevo rey le pasa lo mismo. Aunque había algo en lo que Isabel II creía todavía con más fuerza: la monarquía. Para hacerla sobrevivir, la reina hizo tales cambios en las leyes divinas y humanas que habrían provocado un síncope en su abuelo, el rey Jorge V. Pero lo consiguió.

Hace menos de un siglo, el divorcio era causa inmediata de expulsión de la vida pública y de la corte británica. Era legal, sí, pero ni la Iglesia anglicana ni la monarquía lo toleraban. Isabel II fue reina porque su tío David, es decir Eduardo VIII, renunció a la corona para casarse con una mujer dos veces divorciada, Wallis Simpson. Aquello, la abdicación, tuvo para la monarquía casi el efecto de una explosión nuclear: estuvo a punto de acabar con ella.

Apenas 60 años después, la misma Isabel II pasaba por encima de las leyes de su propia Iglesia y ordenaba a su hijo Carlos y a su esposa, Diana, que se divorciasen, porque la alternativa era el derrumbamiento de la institución. Otros dos de los cuatro hijos de la reina, Andrés y Ana, rompían también sus respectivos matrimonios. Muerta Diana, Isabel bendijo la boda de su heredero con su amante de toda la vida, Camila Shand, también divorciada. Eso fue hace 18 años. Camila será coronada este sábado, junto a su esposo, como reina del Reino Unido. No reina consorte, no; reina del todo, de pleno derecho, más que Isabel Bowes-Lyon, la abuela de su marido y esposa de Jorge VI. Pero la reina madre era, por lo menos, de la aristocracia escocesa; Camila es una plebeya como hay miles.

¿Importa algo eso hoy? Está claro que no.

Esto quiere decir que todo ha cambiado menos las partes fundamentales de la ceremonia de la coronación. A Carlos III se le va a coronar como si la monarquía siguiese siendo algo divino, algo ajeno al mundo, como lo eran los faraones o los zares de Rusia.

A Carlos III se le va a coronar como si la monarquía siguiese siendo algo divino

Carlos sabe que eso ya no es así. Mientras ensaya por los pasillos, derecho como una vela para evitar que se le caiga la tremenda corona, sabe que la institución sigue contando con el apoyo de casi el 70% de los británicos, pero que eso puede cambiar en cualquier momento, como pasó en España con Juan Carlos I. Sabe que puede confiar en su heredero, Guillermo, pero que el cretino de su hijo pequeño, Enrique, es una bomba que puede hundirlo todo. Ese muchacho tiene de la Corona la misma opinión que Belén Esteban puede tener de la Real Academia Española: no sabe lo que es, no la ha entendido nunca.

A Carlos III le pondrán en la cabeza la Corona de San Eduardo y a su esposa la corona de la bisabuela del rey, la adusta y solemne María de Teck. La silla del mismo San Eduardo, que tiene más de 700 años, ha sido restaurada. La mítica piedra de Scone ya ha viajado a Londres desde Escocia. Son símbolos poderosísimos, pero la pareja sabe perfectamente (como lo sabía Isabel II) que la monarquía, para sobrevivir, tiene que ser útil a los ciudadanos. Tiene que adaptarse a la sociedad, ser actual y dinámica pero sin perder la 'magia' de esos símbolos… y otros tiempos.

Ojalá Carlos III sepa cómo se hace eso. Lo decía Shakespeare en su drama Enrique IV: "Uneasy lies the head that wears a Crown": "Inquieta descansa la cabeza que lleva una corona".

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