OPINIÓN

Un chiste para el futuro

Una mujer abriendo unas cortinas.
Una mujer abriendo unas cortinas.
Jetta Productions/Blend Images/GETTY
Una mujer abriendo unas cortinas.

Si, como dice Woody Allen, el humor es tragedia más tiempo, yo vengo aquí a contar un chiste para unos improbables (por no decir imposibles: seamos optimistas) lectores del año 3000 (por poner un año). Confío en que ninguno se atragante de la risa porque la tragedia no es pequeña y, por tanto, el chiste tampoco. Dejad de lado las aceitunas transgénicas, amigos del porvenir, si estáis con ellas en el aperitivo.

El chiste ocurre en el año 2023, en Barcelona, Cataluña, España, Unión Europea (consultad en los libros de Historia, amigos del futuro, estos conceptos existían y eran relevantes para algunos de nosotros).

Un hombre es dueño de una tienda de cortinas con cinco empleados: cuatro varones y una mujer. (Las cortinas, por si los cristales tintados las han desterrado en el 3000, son telas que cuelgan de las ventanas para adornar las estancias o para aislar éstas del sol y de las miradas impertinentes). Un día, la empleada de nuestro protagonista se jubila. (La jubilación, por si ya no existe en el 3000, es el cese en el ejercicio laboral de una persona por razón de edad y con derecho a pensión).

El tendero necesita cubrir la baja y publica en un portal laboral una petición telegráfica: "Dependienta de tienda, mujer con edad mínima de 40 años".

Días más tarde recibe una multa de la Inspección de Trabajo por doble discriminación: de edad y de género. (A la Inspección se le olvidó meter una tercera discriminación posible: laboral, pues ¿qué derecho tiene el comerciante de cortinas a desear la contratación de una dependienta y no de un abogado o de un tornero fresador o de un tenista, por ejemplo?).

Por si no os habéis reído lo suficiente, la multa es de más de siete mil euros, una auténtica tragedia para quien la sufre en 2023, año con inflación galopante.

Si se te ocurría levantarte de la silla  cuando llegaba tu hora, podías sentir en la nuca las miradas censoras

Durante mis años de trabajador por cuenta ajena a principios del siglo XXI, amigos del 3000, jamás vi un inspector de Trabajo en ninguna de las empresas que transité. Algunas empresas funcionaban bien y eran cumplidoras con sus trabajadores, pero otras no tanto; y jamás vi un inspector de Trabajo en ellas. Jamás. Se decía que "haberlos haylos", pero nunca aparecían... Recuerdo una empresa en concreto donde el horario laboral se incumplía sistemáticamente por muchos empleados con el aplauso de los jefes, por ese vicio tan ibérico o tan español del presentismo. La gente hacía méritos no mediante la eficacia, sino con su presencia en la oficina mucho más allá de lo que establecía su horario laboral. Si se te ocurría levantarte de la silla (como era mi caso) cuando llegaba tu hora, podías sentir en la nuca las miradas censoras en tu camino hacia la salida (aunque hubieras terminado tu labor con nota).

Recuerdo lo que me contó un amigo informático que se fue a vivir a Londres. El primer día de trabajo se quedó solo en la oficina, sobrepasando su horario, para hacer méritos al modo español: "¿Es que no te da tiempo a concluir tu tarea en ocho horas?", le preguntó su cariacontecido jefe. Y acto seguido le explicó que debía marcharse porque la empresa se arriesgaba a una sanción severa.

En el productivo Reino Unido (como en la mayoría de la productiva Europa), salvo que sea estrictamente necesario y por un asunto excepcional, nadie se queda en la oficina más de lo que dicta su horario. El presentismo está mal visto. Se considera la estrategia del mediocre: si no sirves para otra cosa, te quedas más horas en la oficina porque es tu única manera de hacerte valer.

Pero el presentismo, como la contratación de falsos autónomos, no es una práctica española con un anclaje cultural inabordable. Quienquiera que haya vivido los últimos treinta años en España habrá percibido una mejoría indudable en la manera de conducir de sus conciudadanos. Cuando yo era adolescente cada fin de semana morían en las carreteras muchos chavales por culpa de una combinación diabólica: el volante y el alcohol. Las multas, poco a poco, redujeron las siniestras cifras y lograron que nuestra conducción mejorara sustancialmente, al punto de que hoy en día no se diferencia demasiado de la de nuestros vecinos europeos (quizás seguimos siendo menos corteses) y es mejor que la de los italianos.

Las multas, como la corrección política, pueden modificar comportamientos y mejorarlos, pueden servir para un cambio civilizador. Pero si los inspectores de Trabajo solo están para fiscalizar y perseguir casos como el del comerciante de Barcelona, apaga y vámonos.

Elegirá a una candidata con esas características porque es, sencillamente, lo que busca

Nada podrá impedir que el tendero contrate a una mujer mayor de cuarenta años, por mucho que se borre su anuncio o se le haga redactarlo de otra forma: él elegirá a una candidata con esas características porque es, sencillamente, lo que busca. El anuncio sirve para que no malgasten su tiempo las personas excluidas de antemano.

Me pregunto si en el 3000 el improbable lector de este artículo se tomará la anécdota del tendero como un episodio chistoso de un tiempo en el que la molicie mental y cierta hipocresía se hicieron con el control. Me pregunto si ese lector imposible podrá reírse o, por el contrario, se tomará la anécdota muy en serio porque la sociedad —cada vez más solemne, pero también más frívola— habrá profundizado en el disparate. 

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