Diego Carcedo Periodista
OPINIÓN

Nicolás Redondo, el socialista incómodo

Nicolás Redondo.
Nicolás Redondo.
EFE
Nicolás Redondo.

La muerte del histórico Nicolás Redondo Terreros, que a sus 95 años una larga enfermedad apenas le permitió conocer el recién estrenado 2023, obliga a echar la vista atrás y recordar no tanto ya los tiempos de la Transición democrática, de la que fue importante coprotagonista, como de los años previos de bullente actividad política clandestina que precedieron a la muerte de Franco. Llevaba ya tiempo moviéndose en las fronteras de los límites de la dictadura en un esfuerzo heroico por revitalizar al Partido Socialista y su vertiente sindical, la UGT, derrotados en la guerra, pero sobrevivientes al exilio y la represión que se prolongaba lustro tras lustro poniendo a prueba la resistencia y capacidad para habitar en las prisiones del régimen de quienes confiaban en la lucha para recuperar la libertad y los derechos perdidos en 1939.

Nicolás era uno de ellos, impulsado por sus convicciones sindicales, lo mismo que otro líder socialista emergente, más joven y menos conocido y por lo tanto menos castigado por el Régimen, Felipe González Márquez, imbuido por ideas políticas igualmente combativas, pero proyectadas hacia un cambio susceptible de iniciar una nueva etapa sin limitaciones a la libertad, como aquella con la que intentaba engañar el Gobierno de Carrero Blanco y después de Arias Navarro, y una proyección global hacia el futuro. Las ideas imperantes que el comunismo soviético en plena expansión que venían lastrando el cambio incidían en la conquista de la igualdad imposible que desde los sindicatos gozaba de apoyos indudables, pero desde el pragmatismo del europeísmo que estaba surgiendo ya no presagiaban un buen ejemplo para la recuperación de una sociedad que necesitaba ponerse al día sin condicionamientos que obstaculizasen la libertad.

Partiendo de principios y objetivos comunistas había surgido en una clandestinidad paralela el movimiento sindical de las Comisiones Obreras que habían abierto una competencia clara y hasta más ambiciosa a la UGT que Redondo Terreros quería implicar en el partido Socialista, que para algo llevaba la O de obrero cuando ya se vislumbraba su conquista del poder. Eran unas ambiciones que chocaban con la voluntad de Felipe González, cuyo liderazgo se anticipaba imparable de guiar el cambio global sin dependencias ni condicionantes. Para Redondo todo giraba en torno a los sindicatos, para González la democracia no podía tener fronteras ni establecer monopolios. Partidos independientes y sindicatos libres. Y ambos chocaron sin dejar de ser amigos.

Su relación se remontaba ya al famoso Congreso de Suresnes, celebrado en octubre de 1974, en que los socialistas consiguieron su reunificación, mejor casi se diría que su resurrección, y ánimos para seguir defendiendo sus viejos principios con ideas renovadas. Redondo y González eran los líderes más destacados, defendiendo las posiciones coincidentes en lo fundamental, pero alejadas en sus planteamientos sindicales y políticos. Estaba en juego el liderazgo del Partido, que parecía tener que dilucidarse entre ambos candidatos, pero enseguida Nicolás Redondo reunión a sus posibilidades y apoyó la candidatura de Felipe González. Eran años duros de oposición con todas las desventajas frente a la dictadura y los dos, cada uno en su parcela de poder, trabajaron unidos los primeros tiempos del Gobierno. Las discrepancias surgieron de forma abierta cuatro años más tarde, en 1988, cuando Redondo y su UGT se empecinaron en convocar la primera y más dura huelga general de la democracia contra la política oficial.

Fue un éxito, pero en la práctica apenas erosionó al Gobierno. Muchos obreros la secundaron con entusiasmo, pero la sociedad en general interpretó que era una iniciativa contra su naturaleza, el sindicato socialista contra sí mismo. Carecía de sentido, pero Felipe González ya era indiscutible en el partido. Y la unidad languideciente lejos de reforzarse se rompió. Bajo la tutela de Redondo todavía se convocaron otras dos huelgas generales, en el 92 y el 94, que siguieron enrareciendo en clima, pero la separación ya estaba consumada y la democracia, liderada por el PSOE continuó sus avances desde la independencia partiendo de la renuncia a las ideas marxistas de los primeros tiempos y enseguida con la rémora que supondría estar dependiendo o al menos contemporizando con una organización sindical con capacidad más que suficiente de autonomía y libertad para actuar en su ámbito sin la tutela de nadie, fuese cual fuese el Gobierno con el que tuviera que convivir.

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