Como alguien que vivió en sus carnes y recuperó la esperanza no solo en su ciudad, sino en la cultura y su capacidad de redención, entiendo bien que cada ciudad desee su propio Guggenheim, con su consiguiente efecto: desde que esa nave de titanio aterrizó junto a la ría son muchos los lugares que han apostado por una biblioteca, como Copenhague; una ópera, como Oslo; o los museos, como Málaga o Cartagena, para reconstruir una zona parasitada por la crisis, el abandono o el cambio de ciclo económico. 

Santa Cruz de Tenerife, en concreto, una ciudad hermosa en una isla a la que le sobran encantos, parecía ser la siguiente. Sin embargo, en esa senda de apuesta cultural se cuelan no pocos peligros. La tentación de invertir más en infraestructuras que en dotación es el principal de ellos, quizás por la querencia de muchos gestores a lo faraónico y la familiaridad de muchos constructores más con el continente que con la vida. 

El gasto inicial, que en cultura siempre parece excesivo, pocas veces contempla el mantenimiento en el largo plazo, al personal y sus necesidades. Otro peligro, este compartido con el gran público, deviene del deslumbramiento de los grandes artistas, los cuatro que se dieron en el bachillerato. Hay nombres que derrumban murallas incluso si la obra de la que se habla es menor. 

Por eso, la renuncia del Museo Rodin de París a continuar con una sede en Santa Cruz es una excelente noticia: muchas dudas se cernían sobre el proyecto; y aquello con lo que ya contaba la ciudad –el edificio y la inversión– podrá ahora destinarse a otro fin (¿quizás un espacio digno para Óscar Domínguez, egregio surrealista canario?) más rentable e igualmente valioso en lo que a la cultura se refiere. Habrá otros Rodin, los hay ya, si se mira con detenimiento. Y vendrán con grandes obras para construir nuevas murallas.