OPINIÓN

Rivalidades literarias

El escritor Juan Marsé.
El escritor Juan Marsé en una imagen de archivo.
Alberto Estévez / EFE
El escritor Juan Marsé.

Ahora que el Premio Herralde de Narrativa ha sido declarado desierto, me pregunto si los siguientes galardones del calendario imitarán su ejemplo y el Nadal también se declarará desierto en Navidad y, así, un concurso tras otro —desde el Planeta hasta el último premio del último ayuntamiento peninsular con concejal de Cultura— irán renunciando a dar un ganador. A lo mejor, de esta manera, por motivos semejantes a los del efecto mariposa, se frena el cambio climático. Pero la rivalidad entre editoriales nunca ha sido tan enriquecedora como la de los escritores, así que probablemente en Navidad un astro de la televisión gane el que fuera premio más prestigioso en lengua española.

Hubo un tiempo en que las noticias culturales se centraban más en las rivalidades literarias. Recuerdo una memorable: la de Francisco Umbral y Juan Marsé. El barcelonés fue quien mejor supo darle duro a Umbral. Dijo de él que hacía prosa sonajero y Umbral —dueño de un lirismo cargado de pólvora— jamás pudo encontrar un adjetivo con el mismo nivel de malicia y anclaje. Tan ducho en la guerra del lenguaje, fue incapaz de devolver el golpe y quedó tocado por el disparo único pero certero de Marsé: esa etiqueta todavía hoy se reproduce cuando uno se declara admirador de algunos libros de Umbral. —Bah, es sonajero —me dijo el otro día mi encantador cuñado.

Convenía no meterse con Marsé, la verdad. En sus diarios se ve que se guardaba muchas balas en la recámara y describe las prosas de sus contemporáneos con adjetivos imposibles de olvidar: Marías, pringoso; Cercas, resabiado; Cela, campanudo, etc.

Eran, como digo, tiempos en los que las desavenencias y rencores literarios se substanciaban en los periódicos de papel y repercutían en el debate público. Los suplementos culturales, y estoy pensando en Babelia —al que los demás imitaban—, tenían un rol esencial y demoledor para las reputaciones literarias, de manera que entre estar o no estar ahí había un mundo. Quien colaboraba en Babelia (que no siempre se llamó así) tenía garantizado un lugar cumbre en el escalafón literario —prestigio, traducciones, influencia—, y había críticos especializados en rebajar o dar palos a quienes no estaban dentro —pero empezaban a asomar la cabeza— y así iban haciendo su hermosa y brillante carrera (para nombres, mándenme un mensaje privado). Hoy en día, para bien o para mal, y con la crisis atroz de la prensa tradicional, los suplementos culturales carecen del poder que tuvieron y este se ha desplazado a un ámbito aún por determinar.

Con la llegada de las nuevas tecnologías las rivalidades cambiaron, se diluyeron, pero no han desaparecido, ojo

Recuerdo cuando falleció el escritor Juan Benet. En el círculo de Bellas Artes se celebró un homenaje y yo, jovenzuelo con curiosidad, me colé dentro. Javier Marías, que me producía fascinación como escritor pero también como personaje —quizás por una pulsión narcisista: elogiaba mucho a los zurdos—, estaba en el estrado, detrás de la mesa alargada. Recuerdo su cabeza voluminosa y que fumaba un cigarrillo tras otro con su mano izquierda, mirando muy serio hacia lo lejos mientras los demás oradores elogiaban al difunto. Entonces, llegó su turno. Dijo con acento del barrio de Almagro que no se retractaba del obituario que había escrito en el periódico, que su frase más llamativa no estaba dictada por la emoción, sino por la pura y dura racionalidad, y la repitió varias veces: "Juan Benet era el hombre más gracioso y encantador de la tierra". Lo dijo como con rencor, como si estuviera respondiendo a alguien y con una prosodia que era la encarnación musical de su propia prosa. Me pregunto si andaba por ahí Marsé. "Qué pringoso", debió de pensar.

Con la llegada de las nuevas tecnologías las rivalidades cambiaron, se diluyeron, pero no han desaparecido, ojo. Lo tengo estudiado como buen sociólogo vocacional. Funcionan así: tú abres twitter y criticas a un colega, pero sin nombrarlo. Pongamos: "Ese escritor que tanto os gusta es fatuo y verborreico de más, amén de que narra como un niño de tres años". Evidentemente, tú te estás refiriendo a alguien concreto, con seguridad a alguien con más poder, fama y presencia pública que tú, pero no tienes la valentía o el ánimo o las ganas de publicar su nombre. Y ahí se desencadena la catástrofe. Otro escritor al que no te refieres se siente aludido, pues quizás tiene complejo de fatuo o verborreico o sospecha que tú puedas considerarlo así o simplemente cree que su manía hacia ti es recíproca. Y redacta otro tuit que tú no lees: "Los hay que piensan que por despotricar contra un autor en twitter su carrera subirá enteros, y en realidad se hundirá más en el fango del ostracismo", o similar. Y entonces llega un tercero, para quien tampoco iba destinado este mensaje, que responde no ya en twitter, sino en Facebook: "Cuando alguien se sabe poco talentoso tiende a mirar la paja en el ojo ajeno y bla, bla, bla…". Y así, poco a poco, va tejiéndose la maravillosa e invisible telaraña de los rencores literarios de nuestros días.

Me lo dijo un escritor de otra generación hace tiempo: "En este país, si quieres llegar a algo, tienes que disparar". Pero disparar es dar nombres y arriesgarse a un contragolpe como el de Marsé a Umbral. Lo otro es errar el tiro. Yo nunca disparo: quizás me falte la ira, el hambre, la ambición o soy perezoso y prefiero mantenerme al margen, y eso que tengo una visión asaz corrosiva del mundo editorial. En fin. Como decía el primer título de Juan Benet, Nunca llegarás a nada.

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