Los rusos, que son de carne y hueso como todos los mortales, se rebelan estimulados por la movilización militar decretada por el ínclito Vladimir Putin. Y es lógico y comprensible. Bastante estaban haciendo ya soportando los problemas que les causaba el bloqueo internacional que estaban sufriendo como consecuencia de la reprobación de muchos países por la agresión perpetrada contra Ucrania.
No nos engañemos, a muchos rusos, muy nacionalistas por la naturaleza que sea, es lógico que la conquista de un territorio que consideraban suyo les encante, pero las ilusiones de la recuperación del imperio de los zares es una cosa, y otra muy distinta es tener que abandonar su vida cotidiana para arriesgarse y sacrificarse, volver a vestir el uniforme militar y empuñar el kalashnikov bajo el frío del invierno para algo que al fin y al cabo no les va a propiciar más beneficio que el de la vanidad perdida tras la desintegración de la Unión Soviética.
La rebelión de unas personas tan normales y corrientes como usted, querido lector, y yo, podría comprenderse y se comprendería si se tratase de lo contrario de lo que ocurre en esta guerra tan absurda; es decir, si fuésemos llamados a defender la integridad de nuestro país frente a la agresión gratuita de un vecino. Porque, bien mirado, ¿qué van a obtener los rusos de a pie con que algunos territorios ucranianos vayan a ampliar los suyos, que no son pequeños, dicho sea de paso?
Lo siento por ellos, especialmente por los que van a morir y quedar inválidos para toda la vida. Pero todo tiene explicación: son las consecuencias de acudir como un rebaño de corderitos a votar a dirigentes que lo único que pretenden es tenerlos como el pastor al redil y disponer impunemente de sus vidas y haciendas para engrandecerse y cultivar ellos su vanidad con semejante hazaña.
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