La proclamación de Carlos III como monarca del Reino Unido y la Commonwealth ha sido un espectáculo audiovisual inolvidable. La parafernalia que implica la tradición y el protocolo, unida a la excelente transmisión ofrecida al mundo por la BBC –qué envidia para todos los profesionales–, dilata los problemas que tendrá que afrontar en el futuro próximo en su condición de jefe del Estado y de la religión anglicana.
No es un jefe de Gobierno y las cuestiones cotidianas de la política no le afectarán de manera directa. Para eso estará el primer o primera ministra que la vía democrática elegirá para afrontarlas. Pero eso no excluye que sean muchas las preocupaciones variadas que le esperan, por mucho que ya las conozca y cuente con la experiencia que su madre le deja para afrontarlas.
Algunas son de carácter doméstico, empiezan en la propia familia. Tiene asegurada la sucesión, lo cual es algo fundamental y tranquilizante en las monarquías, pero durante su reinado tendrá que cargar con el lastre de su impresentable hermano, Andrés, y la actitud nada ortodoxa de su segundo hijo, Enrique, y su esposa Megan, en actitud de rebeldía frente a sus responsabilidades institucionales. La reina Isabel II dejó encarrilados los dos escándalos que empañan la imagen de la familia, aunque no borrados.
Pero también políticamente le esperan asuntos graves que habrá de enfrentar el Gobierno y él no será totalmente ajeno, empezando por la crisis sin solución que se mantiene en Irlanda del Norte desde hace años y la reiterada pretensión de Escocia de independizarse. La propia Commonwealth está perdiendo peso y sufriendo el abandono de algunos miembros, entre ellos uno tan importante como Australia.
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