Contracrónica

Rosalía, entre el pollo japonés y la bulería

Rosalía hace rugir a Madrid con su gira 'Motomami World Tour'
Rosalía hace rugir a Madrid con su gira 'Motomami World Tour'
Europa Press
Rosalía hace rugir a Madrid con su gira 'Motomami World Tour'

En ese cóctel explosivo de estilos que se ha sacado de la manga y que ha bautizado como Motomami, Rosalía tiene un corte, que es más una curiosidad que una canción, llamado Abcdef, en el que repasa el abecedario de una forma un tanto especial, con un toque canalla, asignando un término a cada letra como en parvulitos cuando aprendíamos a leer. Cuando llega a la z, la asocia con las siguientes palabras: "Zeta de zarzamora. O de zapateao. O de zorra también". La artista catalana es lista, tiene una visión muy clara de lo que quiere contar dentro de la amalgama de palos que toca

Una personalidad múltiple que en realidad se resume en dos, como los mandamientos, y que ella expresa en esta especie de interludio divertido: por un lado, la zarzamora y el zapateao, su pasado flamenco y coplero, que enamoró al país a base de voz, pose y humildad; por otro, la parte más chulesca y urbana, la que explota en su último disco y que más parece una evolución que un giro radical de timón. La voz sigue estando ahí, magnífica y espectacular, aunque muchas de las letras no se lleguen a entender. Pero el acompañamiento es distinto: es más intrincado, menos lorailo y más internacional, con bases imposibles e industriales como las de Cuuuuute o directamente disfrutonas, como en ese pollo-japonés-melódico que es Chicken Teriyaki.

La gira Motomami, que esta semana ha pasado por Madrid, enseña estas dos caras de una misma moneda. Y monedas le tienen que llegar, a razón de entre 40 y 100 euros la entrada. No hay duda de que para esos fieles acérrimos que llevaban horas y hasta días en la puerta haciendo fila, y que se habían ‘customizado’ las camisetas con emes de motomami simbolizando una mariposa, lo vale. Y una vez finalizado el show es justo decir que ella, como en uno de esos programas a los que se presentó de pequeña, sí que vale.

El espectáculo es más una performance futurista que un concierto pop al uso. Una cámara la sigue en cada uno de sus movimientos, e incluso tiene una encima de la cabeza para hacer planos cenitales. Así, se consiguen encuadres en los que los bailarines que la acompañan más parecen los acompañantes de Esther Williams o de Ona Carbonell en una coreografía acuática. No es un festival de bailes epilépticos en el que se ponga el micrófono a los fans para corear los estribillos. Es un recital minimalista en lo estético y maximalista en ambición: en su personal concepto no cabe una banda tradicional en escena, pero sí un tema cantado sobre patinetes. Todo está medido, quizá puede pecar de algo de frialdad en beneficio de la perfección. Pero lo cierto es que cada pieza funciona.

Como en las carreras de motos que inspiraron la portada del disco, el concierto va de 0 a 100 en pocos segundos. Es capaz de mezclar cinco canciones en apenas 10 minutos. Y no queda mal. Puede salir sola tocando la guitarra o subirse a una moto humana compuesta por sus bailarines. Y le sale bien. Hay un momento en el que se corta la coleta (afortunadamente, de forma literal y no metafórica, porque a Rosalía le queda cuerda para rato). Da igual lo que haga porque, a pesar de que parece más pequeña dentro de ese inmenso escenario, lo llena con creces. Con altura, como canta con J Balvin.

Pasa de hacer una bulería a un reggaetón y no suena extraño ni antinatural. Parece fluido. Y muy celebrado, solo hay que ver cómo la sigue el público en cualquiera de las propuestas. Con todo el Wizink de pie, de principio a fin del show. Conecta con los seguidores sin necesidad de largos discursos desde la escena, porque se trata de una conexión musical y generacional, convirtiendo el show casi en una sucesión de piezas filmadas para redes sociales. Allí, se siente entendida. Y ahí es donde radica el éxito de su revolución: a pesar de los agoreros, de aquellos que pronosticaron su caída tras abandonar el flamenco pop en aras de otros sonidos, Rosalía se encuentra en ese momento de estado de gracia que le ha permitido crecer aún más y ganar prestigio internacional. Precisamente, cuanto más libre se ha sentido para dar un paso más y no repetirse.

Pedro Almodóvar durante el concierto de Rosalía en el WiZink Center.
Pedro Almodóvar y Pedro Pascal, en el concierto de Rosalía en el WiZink Center.
EUROPA PRESS

Tras los conciertos de esta semana, han aparecido voces que le afean su reinvención, siguiendo la cainita tradición española de tratar de derrocar a sus primeras figuras culturales. Cuanto más destacan, especialmente allende los mares, más despiadadas las críticas. Bien lo sabe Almodóvar, que la rescató para un cameo en una de sus últimas películas y que fue a apoyarla en el primero de sus recitales de Madrid. O como le ha ocurrido en más ocasiones de las merecidas a otra de las musas del manchego, Penélope Cruz. Pero para romper la maldición está su magia, un arte de la A a la Z que la entronca, con sus lógicas diferencias, con su admirada Lola Flores que, muchos años antes, demostró que se puede ser flamenca y se puede ser moderna.

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