El inglés se ha impuesto y nos ha pillado en pañales. Ni el landismo logró persuadir a los tecnócratas de la dictadura, a los primeros gestores de la democracia. Manuel Chaves –el político «con más cabeza», según dijo el socialista Juan Fraile sin doble intención a un redactor del equipo de Rafael Romo, ¡qué célebre teletipo de Europa Press!– prometió la semana pasada «eliminar las barreras para la comunicación» haciendo bilingües a los andaluces que se incorporarán al mercado laboral dentro de dos o tres lustros. Llega un pelín tarde. Y no sé cómo nuestro sistema educativo pretende que algunos hablantes expertos en aporrear sin piedad la lengua de Cervantes dominen o manejen la de Shakespeare.
Mientras pasan 10 ó 15 años, tan brutal carencia –salvo honrosas excepciones– se hace evidente y lastra el crecimiento de nuestro monocultivo: el turismo. Hace dos semanas cené en un restaurante de Sabinillas (Manilva) y sólo la mímica me valió para pedir un cenicero –ampliemos vocabulario: ashtray–.
Muchos locales del centro histórico demandan nivel alto de inglés y les basta con un español de conversación básica para sus camareros. No conjugar to be es el analfabetismo global.
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