El Fondo Monetario Internacional presentó ayer su informe anual para España. El informe se realiza en el marco de las denominadas consultas del Capítulo IV, por el que los equipos de esta institución internacional con sede en Washington revisan de manera periódica el desempeño de las economías de sus Estados miembros.

En esta ocasión, el informe del FMI mejora las previsiones económicas para España, al situar su crecimiento para 2017 una décima por encima de lo prevista en su informe de primavera, esto es, en un 2,2% del PIB, mientras que los datos de crecimiento de 2016 se sitúan en el 3,2%. España, por lo tanto, seguirá creciendo, pero a medida que se acerca a la consolidación de su crecimiento, reduce su ritmo. Menos crecimiento económico es también una ralentización de la creación de empleo, que la institución sitúa como el principal problema de nuestra economía. La razón de esta desaceleración del crecimiento tiene un motivo claro: la raquítica evolución de nuestra productividad, que lastra las perspectivas de crecimiento a medio y largo plazo. Sin crecimiento de la productividad, el crecimiento de nuestra economía tarde o temprano se ralentizará, o peor aún, podrá generar nuevos desequilibrios como los que nos llevaron a la crisis económica de 2008 y 2009.

La institución advierte además de que, pese al crecimiento, el ajuste económico sigue siendo incompleto: la deuda pública seguirá el año que viene por encima del 100% del PIB, el déficit fiscal sigue en proceso de consolidación, y buena parte de las reformas económicas están todavía sin acometer. Pese a los mensajes triunfalistas sobre el crecimiento económico y la creación de empleo, queda todavía mucho camino por recorrer.

Para el ajuste fiscal, el FMI recomienda una medida harto impopular: subir impuestos. España es uno de los países de la Unión Europea que menos recauda a través del IVA, y las subidas de impuestos especiales –que finalmente han tenido un carácter prácticamente simbólico para 2017– tienen todavía mucho margen, al igual que las de los impuestos medioambientales. Y es que España no puede mantener, de manera indefinida, sus políticas públicas siendo uno de los países con menores ingresos de la eurozona. En 2015, el sector público español ingresó el 38,6% de su PIB, mientras que la media de la eurozona fue del 46,5% y la de la Unión Europea del 44,9%. Mientras no varíen las condiciones de la política monetaria, si España quiere mantener cierta estabilidad fiscal, o se incrementan los impuestos o se reducen los gastos. Y pese a las afirmaciones simplistas, la reducción de las ineficiencias, de las duplicidades y de la llamada ‘burbuja política’ no será suficiente para estabilizar las cuentas públicas. Si queremos mantener un nivel digno de políticas sociales, o recuperar el espacio perdido durante la crisis, no queda más que o subir impuestos o perseverar en la vía del déficit público, a sabiendas de los límites que nos impone nuestra pertenencia a la eurozona.

Estamos en España poco acostumbrados a aceptar los impuestos. No falta razón cuando vemos el despilfarro público que se ha desarrollado durante los peores años de la burbuja. Pero esa realidad debería llevarnos a elegir mejores gestores para nuestras administraciones y políticas públicas, no a negar la evidencia de que, para que nuestras políticas públicas funcionen, necesitan estar adecuadamente financiadas. Wendell Holmes señaló que los impuestos son el precio que pagamos por vivir en civilización. A nadie le gusta pagarlos, desde luego, pero a nadie se le escapa que sin esos ingresos las políticas públicas y sociales a las que aspiramos –salvo los utópicos del anarcocapitalismo– se convierten en inviables. Está bien que nos lo diga el FMI, pero sería más responsable que también lo dijeran otros que juegan, en España, a confundir sobre un aspecto que se debería tratar más seriamente.