Matute: un hada en el bosque

La escritora Ana María Matute.
La escritora Ana María Matute.
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La escritora Ana María Matute.

Una casa de muñecas victoriana preside su salón. No es un recuerdo de infancia. Fue un regalo de cumpleaños que le llegó a los 80. Pero hasta ahí todo normal. Nada de magia. Nada fuera de lo común. Se sentaba en su trono de cuentacuentos y en ese momento se producía el hechizo. Era entonces cuando el hada despligaba sus alas; batía los brazos, arqueaba las cejas y guiñaba un ojo, siempre uno, el izquierdo. Los años mellaron su apariencia. Su nariz y sus orejas habían crecido, decía. Pero no era verdad. "Envejecer es como la libertad, una actitud íntima", explicaba. Y tenía razón.

Puede que sí, que el tiempo marcara su paso, pero asomarse a sus ojos era descubrir de nuevo a la misma niña. Inquieta. Tímida. Inocente. Nunca ingenua. Esa niña que no quería comprender a los adultos caminaba con los pies de Ana María Matute.

A cada paso sacudía cuentos, dibujaba mundos y, a veces, cuando podía, se escapaba todavía al bosque. "El bosque es la vida. Tan grande como el mundo. Y vivir no es otra cosa que aprender a manejarse bien en ese bosque. Nunca sabes que te espera detrás de un árbol o dentro del tallo de una flor, porque la maldad también se encuentra dentro de las cosas bonitas".

Cuando Ana María Matute ocupó el sillón K de la Real Academia en 1998 confesó en su discurso de ingreso que para ella escribir siempre fue una "voluntad constante de atravesar el espejo y entrar en el bosque". Como Alicia, pero con un país de las maravillas mucho más palpable que oscila entre la ficción y lo cotidiano. Una pinza entre la fantasía y la realidad sobre la que Matute ha sabido balancearse tanto en la literatura como en la vida.

Lo más curioso cuando se lee su obra es tratar de romper con la fachada de ternura. Detrás se levanta un solar de desesperación, incluso de crueldad, que revela a una autora frágil como el papel. Aunque no hay que dejarse engañar; con papel, ingenieros son capaces de levantar castillos.

La niña rara

Quizás porque fue una niña precoz en casi todo, o tal vez por su excesiva sensibilidad ("¡qué niña tan rara!", decía la tata) Ana María Matute (Barcelona, 1925) nunca consiguió integrase en un sistema que no alcanzaba a comprender.

De pequeña era mala. "En realidad nunca lo fui, pero de tanto repetirlo llegué a creérmelo y pensé: bueno, pues vamos a funcionar como mala". Matute se educó, "soidisant", en las Damas Negras, un colegio de monjas donde leer más allá de las vidas de santos era casi pecado y las niñas jugaban a ser madres.

"Yo no era así, y encima creía en gnomos y en hadas y en duendes... Un desastre. Me decían mala porque su lenguaje era muy limitado, eran analfabetas de la peor clase, que son aquellas que saben leer. En realidad yo era rara, y en cualquier civilización, en cualquier comunidad, el que es diferente nunca ha sido aceptado".

Para colmo era tartamuda. Como a quien atan el pie derecho con el izquierdo, Ana María tropezaba las palabras al hablar. No tenía amigas y cuando se le preguntaba por sus juegos de entonces sólo podía contestar con un tímido "a mí". Con el tono bajo y casi en susurro confesaba: "Jugaba con mis duendes, con mis trastos... Todo con la imaginación". Ana María no quería jugar a las mamás y los papás. "Yo no quería ser como mi madre por nada del mundo. Ni como ninguna otra madre de aquella época". Si le tocaba elegir un rol, ese era el de papá, "que por lo menos mataba el tiempo leyendo el periódico".

La segunda de cinco hermanos, en una familia de deje burgués, sus primeros años de vida fueron un ir y venir constante entre Madrid y Barcelona debido a los negocios de su padre, propietario junto a su dos hermanos de una fábrica de paraguas. La inestabilidad no propició la integración de Matute, allá donde iba se sentía "extranjera".

La literatura

La inclinación por la lectura, el ansia de escribir, le vino muy pronto. Antes de descubrir a Andersen, los hermanos Grimm y Perault, o de desvelar los misterios de Sartre, Faulkner y Simone de Beauvoir —que vendrían con la madurez—, sus primeros careos con la literatura los encontró en los relatos leídos a media tarde por su querida tata Anastasia sobre conejos y ratoncitos.

Pequeñas fábulas de la tradición oral que la pequeña niña pintaba con colores para dar vida. "Cuando empecé a escribir mis primeros cuentos, a los cinco años, ya estaba convencida de que sería escritora. Por eso no me interesé por nada. Quería escribir, sabía lo qué era y entonces para qué me servían las matemáticas. Era un error, porque ojalá me hubiesen explicado bien las matemáticas, pero la educación entonces no era buena y yo no tenía ningún interés en perder el tiempo".

En un colegio como el suyo jamás se hablaba de amor. Prohibidísimo. Pero Ana María guardaba un as en la manga. Ella ya sabía de qué iba todo eso. En Madrid, poco antes de la Guerra, se enamoró por primera vez. "Era un niño ruso. Entonces había muchas familias rusas que venían vía París para trabajar aquí. Su madre era una bailarina muy importante y vivían en nuestro mismo edificio. Él era como los ángeles. Rubio, con los ojos azules. Tenía tirabuzones. Guardo un recuerdo imborrable de él. Murió de meningitis algo después", contaba.

No fue su primer contacto con la muerte. Cuando Ana María tenía sólo cuatro años una infección de riñón estuvo a punto de costarle la vida. Con una salud tan frágil, los cuidados hacia la niña se multiplicaron en una época en la que la mortalidad infantil era más común de lo esperable.

Como terapia, la pequeña se refugiaba en sus cuentos para omitir la realidad. Luego estalló la Guerra Civil y entre tanta fantasía, le pilló desprevenida.

La Guerra Civil

"Eran las vacaciones de verano. Faltaban dos o tres días para irnos a la playa, pero final tuvimos que quedarnos en Barcelona. Recuerdo que mi padre decía: 'La pelota está en el tejado'. Pero yo no me enteraba. Pensaba que qué raro, qué hará una pelota en el tejado".

En 1936 tenía diez años, cumpliría once sólo unos días después del levantamiento. A su edad era lo suficientemente mayor como para darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor, pero demasiado pequeña como para entenderlo.

"No nos contaban nada. Sí, había visto que las monjas en el colegio ya se vestían de mujeres, y que los curas iban vestidos como de señores. Al principio pensaba que eran cosas de las personas mayores, que les había dado por ahí, pero, claro, cuando empecé a ver lo que era aquello... ¡La gente mataba! Existía el odio, la muerte. Me estremecía al oír las ráfagas de ametralladoras, los coches que explotaban... Fue horrible". Como todos los niños de su generación, Ana María quedó marcada por la experiencia.

Hasta los 17 años Ana María Matute fue un 'chicote'. No le preocupaba arreglarse, para qué. Eso no tenía importancia. Pero a esa edad algo cambió. Escribió Pequeño teatro, su primera novela (que no publicó hasta once años después, en 1954), y empezó a descubrir el magnetismo que ejercía sobre el sexo opuesto.

Tuvo muchos novios, muchos amores. La niña que pensaba que era un gnomo había florecido como una mujer hermosa e interesante. Pero seguía igual de tímida. "La primera vez que fui a la editorial Destino como autora fui incapaz de decir nada. Me senté, escuché lo que me decían y cuando terminaron dije muy, muy bajito: 'bueno, adiós, me voy'. No pude articular palabra. Todos se quedaron extrañados. Años después me recordarían aquella anécdota, pero en ese momento no pude hacer más de lo que hice".

Ignacio Agustí, director de la editorial quedó impresionado ante una autora tan joven que lapidaba ideales con la máquina de escribir. Allí las palabras brotaban sin complejos. Tanto que a veces se salía del borde y chocaban con la censura.

Tuvo que rehacer el final de Pequeño teatro porque la protagonista se suicidaba. "En un principio me negué a cambiar nada, pero entonces el libro no hubiera salido publicado así que envolví todo en una fantasía. El que lo lea y no sea tonto se dará cuenta de que en realidad nada cambió".

Era la década de los cincuenta

Los años más duros del franquismo. Persecuciones intelectuales y políticas se sucedían en un clima donde el control sobre lo publicado era absoluto. "En España no se suicidaba nadie. Nadie era adultero. No había funcionarios corruptos. No. Éramos todos perfectos".

La peor experiencia de Ana María Matute con la censura fue Murciélagos, una de sus obras más duras, que quedó mutilada hasta el punto de salir a la venta en 1955 como una novelucha con muchas menos páginas y bajo otro título, En esta tierra. La versión original se publicaría en los 90 y la censurada quedaría relegada al olvido. A petición de la autora, ni siquiera aparece en sus Obras Completas.

El escritor Juan Goytisolo, que creó junto Matute y a otros escritores la célebre tertulia del Turia en Barcelona, recuerda de aquellos años a "una mujer bellísima que tenía enamorado a todo el mundo editorial de la época. Inteligente y crítica. Ningún otro escritor se atrevió tanto, ninguno fue tan valiente como ella. Por eso la censura la machacó más que a ninguno".

Una mujer en un mundo de hombres

A la sombra de la censura otro mal mayor acosaba a la obra de Ana María Matute, el machismo literario. En la introducción de la pequeña biografía que Rosa Romá escribió de Ana María Matute en la década de los 70, la autora valenciana recuerda una anécdota cuando un famoso escritor fue capaz de confesarle que no pensaba que las mujeres pudieran escribir cosas importantes.

"Su mundo es muy limitado. No participan en la política, ignoran los problemas de la sociedad, viven al margen, ¿de qué van a escribir?", argumentó. Romá no replicó a su amigo, pero le brindó una lista de algunas de las escritoras españolas que ejercían en aquel momento. Cuando citó a Ana María Matute, su amigo se puso serio y dijo: "Bueno, la Matute..., la Matute... Esa mujer saca argumentos no sé de dónde; es..., es como una bruja".

Ana María Matute tuvo mucha suerte en la literatura. Con sólo 22 años, en 1947, fue finalista con Los Abel en el premio Nadal cuando se lo llevó su gran admirado Miguel Delibes.

Lo que vino después fue una carrera de galardones que la ha llevado a ser una de las escritoras españolas con más reconocimientos en su haber. Sólo le falta el Nobel. De la mano del crítico sueco Artur Lundkvist, jurado del prestigioso premio, su nombre sonó en 1989, cuando Camilo José Cela lo trajo a España, y también en 1993, cuando fue favorita junto a Margarite Durás y el poeta chino Bai Dao. No se lo dieron. A Matute no le interesaban los premios.

El amor

En el amor Ana María Matute se consideraba afortunada. Tuvo la suerte de tener un marido malo, darse cuenta, dejarle y encontrar uno bueno. La primera vez se casó a los 27 años, en 1952, con Ramón Eugenio de Goicoechea, un poeta con poco mérito literario que tuvo que resignarse al segundo plano impuesto por el éxito de su esposa.

Fue en contra del consentimiento de su madre, que llegó incluso a desheredarla. Dos años más tarde nacería el hijo de ambos, Juan Pablo. Si Ana María alguna vez descubrió el verdadero significado de la magia fue junto a su hijo. "Cuando nació pensé, '¿qué ha pasado?' No lo relacionaba, aquello era mágico".

Con los años la llama del matrimonio se fue apagando y todo terminó en 1963. La escritora fue una las primeras mujeres en conseguir la separación legal en España. El resultado fue terrible, tres años separada de su hijo porque la custodia le había sido concedida al padre. Cuando por fin recuperó al niño no flaqueó. Sacó fuerzas y decidió irse a EE UU, un país que desde el primer día le abrió las puertas de sus facultades.

Allí estuvo, muchos años, ejerciendo de lectora en Indiana y Oklahoma. La Universidad Boston estableció en 1969 la Ana María Matute Collection que conserva algunos de los primeros manuscritos de la escritora con los que más tarde se publicaría el volumen Cuentos de la infancia.

Con su segundo marido, Julio Brocard, la experiencia fue menos traumática y más grata que con el primero. Fueron 28 años de pasión, respeto y devoción, hasta la muerte de él en 1990. Sin avisar, de repente, un 26 de julio, el mismo día del cumpleaños de Ana María, se fue.

Una de las noches más extraordinarias de su vida la pasaron juntos en Hong Kong. "Mi amor, que era francés, tenía negocios allí, así que solíamos viajar a las islas varias veces al año. Una noche estábamos en una habitación preciosa. La terraza daba al río de las Perlas y cuando salimos para contemplar las vistas empezamos a besarnos. El deseo nos pudo. Acabamos haciendo el amor allí. Aquella fue una noche memorable".

Juntos salían, entraban; iban hasta a la discoteca. "No bailábamos, pero nos mirábamos, comentábamos cosas... eso bastaba. Con él siempre me divertía".

La depresión

Metida de lleno en las mieles del éxito. Con una capacidad de producción literaria constante y envidiable, llegó, a mediados de los 70, la sombra. Era feliz y sin embargo, sin saber por qué, de la noche a la mañana, perdió la ilusión por todo.

Como la experiencia que William Styron relata en Esa visible oscuridad, Ana María cayó en una depresión "de las malas", de esas en las que no se sabe de donde viene el desazón. Paró su producción literaria. Ya no quería escribir. Rechazaba la sola idea de sentarse delante de la maquina. "¿Para qué?".

Poco antes ultimaba los detalles de la que iba a ser su gran novela. Sus sobrinas Sapo y Verónica, hijas de María Pilar, la más pequeña hermana Matute, recuerdan como su tía les leía lo que avanzaba cada día. "Pasábamos los veranos en Sitges con ella. A veces, cuando su marido no estaba, dormíamos las tres en la cama grande. Entonces bajaba a por las hojas con lo que llevaba escrito y nos lo narraba. Ponía música de fondo y con sus palabras el sol brillaba más que leído, las torres eran más azules. Lo vivía y nos transmitía esa pasión".

Entonces las dos sobrinas eran sólo unas niñas fascinadas por la imaginación de su tía. Habían visto su nombre en los libros de literatura del colegio, cuando iban a la librería, pero ellas dos tuvieron el privilegio de vivir antes que nadie los personajes de Olvidado Rey Gudú. "Es un libro con el que he crecido. Nunca pensé que fuese a salir publicado y cuando lo hizo, aunque lo entendí, no pude evitar que me molestase. Era algo mío, de la familia, algo muy intimo", relata Sapo.

Un pausa y el regreso

Aunque nunca le gustó hablar de su vida privada y la depresión es un episodio que prefería no rememorar, Ana María se confesó en televisión ante la audiencia del programa Al Limite, presentado por la doctora Elena Ochoa. Allí contó como llegó a aborrecer su propia literatura y a perder el interés por todo lo que no fuese su marido o su hijo.

Fueron años duros en el pozo de los que supo salir gracias al tratamiento psicológico. Adelgazó muchos kilos y aunque nunca dejó de crear –en aquella época empezó a construir pequeños pueblos hechos con trozos de madera pintados— su ambición literaria pasó a un segundo plano.

Cuando ya estuvo del todo recuperada el doctor que la había asistido le dijo: "Ana María, está curada, pero, por favor, no se vuelva cuerda del todo, conserve esa mágica fantasía y vuelva a escribir".

Le hizo caso y aunque tardó casi 20 años en superar su enfermedad, cuando al fin lo consiguió volvió a las letras por la puerta grande, primero con La virgen de Antioquía y más tarde, por fin, con su herencia literaria, su legado, su obra maestra: Olvidado Rey Gudú.

Tanto miedo tenía de publicar la novela que esta había estado varias décadas acumulando polvo en un cajón. "Era el libro de mi vida. No mi biografía, sino la obra que quería escribir desde que era niña. Un libro que creció conmigo", coincide la escritora con su sobrina. "¿Y si no gustaba? ¿Y si no estaban preparados para entenderlo?".

Cuando su publicación era inminente, a mediados de los 90, se inventó una nueva excusa y anunció a bombo y platillo que no lo sacaba a la luz porque después ya no le quedaría nada más por hacer que morir. Afortunadamente no fue así. La editora Carmen Balcells le calmó el miedo y la secuestró, literalmente. La llevó a su casa, le puso una secretaria y le dijo: "hasta que no acabes la novela, no vas salir".

La obra fue un éxito de ventas sin precedentes y Ana María no supo cómo agradecer el favor a la suma pontífice de los escritores en castellano.

La superstición salvó a Ana María Matute muchas veces haciéndole comprender lo irracional. No creía en la mala suerte al pasar por debajo de la escalera ni en la leyenda del gato negro. Como no podía ser de otro modo, la escritora inventa las reglas.

"Yo soy vieja porque mi piel está más arrugada, ahora sé más cosas, tengo más experiencia, más bagaje cultural… Pero mis sentimientos, mis ilusiones, mis ganas de vivir, incluso mi inocencia en algunos aspectos son los de mis 20 años. Igual. Por dentro no he cambiado. Me he enriquecido en algunos aspectos y en otros me han dado muchos palos pero he sabido sobrellevarlos. Me gusta la vida. He aprendido a apreciar las pequeñas cosas que cuando uno es joven no valora, que sólo de mayor he sido capaz de comprender".

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