OPINIÓN

Fútbol y política, valga la redundancia

Tras ganar la Champions por segundo año consecutivo, el presidente decidió confiar en la plantilla y no hacer fichajes de relumbrón y el equipo lo está pagando ahora. Un equipo en el que han salido jugadores importantes (Morata, James) y que no se ha reforzado de la misma manera. La inacción del verano se puede extender en el mercado de invierno porque los rivales de los blancos (Barcelona, Atlético, Valencia) ya han fichado.
Florentino Pérez, presidente del Real Madrid.
EP
Tras ganar la Champions por segundo año consecutivo, el presidente decidió confiar en la plantilla y no hacer fichajes de relumbrón y el equipo lo está pagando ahora. Un equipo en el que han salido jugadores importantes (Morata, James) y que no se ha reforzado de la misma manera. La inacción del verano se puede extender en el mercado de invierno porque los rivales de los blancos (Barcelona, Atlético, Valencia) ya han fichado.

Los dirigentes políticos de varios países europeos, y hasta de las instituciones comunitarias, llevan varios días demostrando lo mucho que les gusta meter baza en cualquier asunto. Costará encontrar algún artículo de la Constitución española o del Tratado de la Unión en el que se establezca la competencia de los gobiernos para organizar competiciones deportivas profesionales o para desmontarlas de raíz, como ocurre con la Superliga que ha inventado Florentino Pérez con el éxito conocido. Los líderes políticos se lanzaron en plancha a fijar posición a propósito de un asunto sobre el que, por supuesto, pueden opinar como cualquier aficionado, pero en el que no está tan claro que les corresponda decidir ni influir.

Como es natural, cualquier actividad privada –y el fútbol profesional lo es– está sometida a la normativa general y, en este caso, habría que analizar si esa Superliga cumpliría con las exigencias legales. No hay, en principio, motivo para creer que no. El problema tiene más que ver con el riesgo que esa nueva estructura supone para otras más antiguas y anquilosadas, cuyos máximos responsables aspiran a seguir siéndolo.

"Los fundadores aspiraban a sanear sus cuentas castigadas por la pandemia, pero también por proyectos faraónicos"

Algunos parecen haber descubierto ahora que el deporte profesional no está conformado por ONG, sino por empresas privadas. Y las empresas privadas tienen por costumbre ganar dinero, si pueden. Y cuanto más, mejor. Los ‘doce magníficos’ que iniciaron el proyecto de la Superliga son un ejemplo de avaricia tan notable como el que llevan dando la UEFA y la FIFA desde hace décadas. Dirigentes de estos organismos como Joseph Blatter, Michel Platini o el español Ángel María Villar han acabado ante los tribunales y, en algún caso, entre rejas. Y es fácil encontrar información sobre qué enredos económicos y políticos terminaron con la concesión del próximo Mundial a Qatar.

La Superliga pretendía ser un instrumento para ganar todo el dinero posible sin depender de las estructuras, siempre sospechosas, de las federaciones nacionales, de la europea y de la mundial. Y los fundadores aspiraban a sanear sus cuentas castigadas por la pandemia, pero también por proyectos faraónicos como estadios galácticos cuyo presupuesto excede de la capacidad recaudatoria del fútbol. Especialmente, si se pretende, a la vez, pagar el mejor recinto deportivo del mundo y fichar a los dos delanteros más caros del momento. O resucitar las moribundas cuentas de clubes históricos, arruinados por los inasumibles gastos salariales de los futbolistas. Solo con la Champions esas cuentas no salen.

Igual que en las finanzas familiares, cuando no hay suficiente dinero quedan dos opciones: o se ingresa más o –quizá esta sea la solución más inmediata– se gasta menos.

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