Al poder, político, ideológico o económico le encanta el cine desde que el tren de los Lumière entró en la estación de La Ciotat: perdura en las películas un eco de la gloria de otros tiempos, cuando no existía una pantalla en cada mano, y se coordinaba la emisión de imágenes y censuraba su creación. La posibilidad de que el glamour de la industria se uniera a la erótica del poder era una fantasía palpable.
Fascinados por la propaganda y lo audiovisual, los estamentos del poder siempre han mantenido roces importantes con la ficción: el esfuerzo que requiere leer una novela y evocarla se ahorra y se potencia en una pantalla, cuanto más grande mejor; y de manera directamente proporcional, la crítica, la parodia o la denuncia se convierten en tragos aún más amargos.
Hasta hace unos años todo esto era un análisis anticuado: las series, el interés por el documental y, sobre todo, la banalización del cine, reducido casi en exclusiva a un guiño a la acción, a la fantasía o al costumbrismo básico, lo descartaban como un vehículo ideológico. Pero convenía no rascar mucho, porque valores como la exaltación de lo material, el amor romántico o la normalización de la violencia continúan reforzados con dosis diarias, por producciones principalmente estadounidenses.
"La alarma saltó con el giro nostálgico que, paralelo a los rumores de Brexit, adoptó el cine inglés"
La alarma saltó con el giro nostálgico que, paralelo a los rumores de Brexit, adoptó el cine inglés, uno de los pocos que mantiene un pulso narrativo y un elenco de actores internacionales que permiten exportar historias propias, ajenas y clásicas. Y así, en rápida sucesión, absorbimos hagiografías más o menos encubiertas sobre Churchill, Tatcher, el rey Jorge VI, la familia real al completo, un vistazo a un día concreto de 1917 y una entusiasta reinterpretación del desastre de Dunkerque, por enumerar algunas.
Llega ahora el turno de China, o, más concretamente, del Partido Comunista Chino que, a los 100 años de su nacimiento desempolva el cine bélico y altisonante que durante los 50 y 60 encarnaba la fantasía de conquista maoísta. Con un público cautivo que para sí quisiera cualquier director occidental, las llamadas “películas rojas”, de obligado visionado en escuelas y omnipresentes en los canales de televisión pública, recibirán ahora el nombre de películas educativas oficialmente designadas, y durante 2021 se encaminarán a fomentar el amor a los valores patrios y el elogio al Partido.
No lo tendrán demasiado difícil: la épica se ha nutrido siempre de héroes, destacados o anónimos. Las historias que más nos gustan son en las que ganan los nuestros. Es más, la retórica política ya se encuentra sumida en los excesos populistas y sentimentales de los años 30 y 40, y la tecnología permite falsear imágenes reales con una veracidad terrorífica. Queda el consuelo que de los límites creativos han surgido auténticas obras de arte, subversivas y gamberras. La ficción no ha matado la historia, solo la ha ampliado. Pero me temo que lo que nos viene no será precisamente ficción.
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