Mario Garcés Jurista y escritor
OPINIÓN

La semilla del diablo

Un fotograma de La semilla del diablo
Un fotograma de La semilla del diablo
20minutos | Archivo
Un fotograma de La semilla del diablo

Llevo un tiempo que pienso que padezco el síndrome de La semilla del diablo. Y reconozco que me identifico con el personaje de Mia Farrow cuando le cortan a cepillo el pelo. Para los menos iniciados en el mundo del cine de terror, la película de Polanski narra la historia de una mujer embarazada que descubre que todo su entorno forma parte de una secta satánica. Incluido el marido, mucho antes de que Irene Montero fuese ministra de Igualdad.

También pienso que hay algo de El sexto sentido y corro a refugiarme debajo de una manta cuando veo las criaturas del nuevo milenio narcisista que crecen como setas en septiembre. O tal vez hay una razón más sencilla y es que parezco ya un cowboy en los Monegros, lo más parecido a Frances McDormand en Nomadland, la película que ganará los Óscar si Dios o Billy Wilder que está en los cielos no disponen otra cosa.

Será cuestión de salto generacional, algo que pensé que nunca llegaría a ocurrir porque siempre había sido el más joven en casi todo. De un tiempo a esta parte, y a pesar de mi aspecto, comienzo a ser el mayor. En ese cisma provocado por la edad biológica, detecto unos comportamientos absurdos, macerados entre la insolencia y la estupidez. Hay rufianes de cuerpo menguante y cerebro lampiño que, sin más esfuerzo que el de ponerse los calcetines por la mañana, piensan que son Kennedy, eso sí, con olor a tortilla de patata como en Jamón, jamón.

Hay adultos convertidos al culto del becerro de las redes sociales que exhiben fotografías que han ajusticiado la vergüenza. Lejos de arrepentirse por delito doloso, son reincidentes y se superan diariamente. ¿Acaso nadie les puede decir que están haciendo el ridículo o soy yo el que hace el ridículo pensando lo que pienso con mi pudicia de hombre cauto de provincias y lector de la obra de Delibes?

Hay adultos convertidos al culto del becerro de las redes sociales

Y qué decir tiene del pensamiento sereno y reflexivo que ha dado paso al espasmo del tuit y al revolcón de la imagen de Instagram a razón de cien likes a la hora. O al tacticismo pueril de la nueva política que ha renegado de su origen ideológico para convertirse en un vestigio infumable de cualquier serie de televisión a la carta.

Pedir moderación en un mundo en el que únicamente se busca la apropiación del poder a través de mentiras y ficciones, en ocasiones divulgadas sin pudor por los propios medios de comunicación, es misión imposible. Pedir razón en un océano de emociones es como pedir a Miguel Bosé que abandone el negacionismo. Para eso prefiero a Rosemary en la película de Polanski huyendo del infierno. O no. Porque el infierno está aquí y no puede esperar.

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