"Vaya, vaya, aquí no hay playa", cantaban Los Refrescos. Pero a los que disfrutábamos de Madrid no nos importaba porque teníamos otra cosa. La mejor fiesta, los teatros de la Gran Vía abarrotados, los restaurantes con más estrellas (Michelin y de las otras). Los museos más importantes y las tiendas más glamurosas. Teníamos los bares llenos, las mejores cañas del mundo y maravillosas discotecas. Los festivales de música y los desfiles del Orgullo. Orgullosos de nuestros callos y gallinejas. Las fiestas de San Isidro, los chulapos y chulapas, y el metro, el mejor del mundo –decían– porque vuela.
Podías currar en la tele, en el cine o como ejecutivo de superempresas en las torres más altas. Podías alcanzar el cielo, ese cielo de Madrid que crea leyenda. Ser el más anónimo y desconocido en tu barrio, hacer lo que quisieras. O brillar como pocos lo hacen en una alfombra roja o en la Puerta del Sol en Nochevieja. Conocer a un ruso, alternar con una china, aprender idiomas, compartir casa con un belga.
Nos quedan franquicias en vez de locales míticos, atascos, ruido, nubes negras y los sablazos por una compra discreta de pan
Podías cruzarte en Malasaña con las más modernas, saber qué es lo último que se lleva. Bailar una noche con Alaska en un garito o tomarte un vino con Sabina en Tirso; quien dice un vino, dice una docena. Pero de esos días y esas noches en vela poco queda. Solo los alquileres altos de pisos pequeños, las cañas caras y más las cenas. Los teatros y museos vacíos, pero las colas largas y plenas. Las del hambre o para pedir cita en el médico. Nos quedan franquicias en vez de locales míticos, atascos, ruido, nubes negras y los sablazos por una compra discreta de pan, pollo y magdalenas. Airbnb vacíos, y paro y multas y pena. Seguimos sin tener playa, pero ahora, ahora ya no compensa.
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