Héctor Gómez Secretario de Relaciones Internacionales del PSOE
OPINIÓN

El 'momentum' multilateralista

Una ciudadan es protegeix amb mascarilla del coronavirus
Una ciudadan es protegeix amb mascarilla del coronavirus
PATOPAT JANTHONG/SOP/ IMAGES VIA
Una ciudadan es protegeix amb mascarilla del coronavirus

El Día que la Tierra se Detuvo es el título de una de esas películas de ciencia-ficción de los años 50, versionada posteriormente en los 2000. Una de tantas películas de catástrofes que nunca pensamos que pudieran convertirse en realidad y cuyo título describe a la perfección lo que estamos viviendo en la actualidad.

Fuimos muchos, con la única excepción de los que siempre lo saben todo, los que subestimamos la capacidad destructiva, en términos humanos, sociales, económicos y culturales, del microscópico agente infeccioso SARS-CoV-2. Un virus de origen desconocido, aparecido por primera vez en China, que ha viajado con nosotros —con las personas— a lo largo y ancho del planeta y que, en pocos meses, habita prácticamente cada lugar del globo. Un virus que hace unas décadas hubiera muerto en la misma aldea en que se originó, pero que hoy, a lomos de nuestra interdependencia, nuestros transportes y nuestra hiperconectividad, ha parado el mundo. Una bofetada de la globalización.

La crisis del coronavirus representa una cara de esta que, pese a las 11.310 muertes producidas por el ébola entre 2014 y 2016 en África Occidental —o más recientemente en RDC—, pasaba desapercibida. La globalización de la de la biodiversidad —desde la transmisión de patógenos a la introducción de especies invasoras que dañan los servicios de nuestros ecosistemas— que ha puesto de manifiesto, negro sobre blanco y más claro que nunca, lo que ya sabíamos: frente a los retos globales solo nos defendemos con las herramientas del Estado-nación —necesarias y contundentes, pero no suficientes—. Cada reino de taifas, que es lo que somos los Estados en un mundo globalizado, luchando por separado contra un enemigo que nos es común.

Es cierto que la acción de los Estados está siendo ejemplar en cuanto al los estímulos fiscales comprometidos, destacando los 200.000 millones de euros anunciados por el presidente Sánchez para amortiguar el impacto de la crisis del coronavirus sin dejar a nadie atrás. Alrededor de un 20% del PIB español al que se unen a cifras igualmente impactantes adelantadas por Francia, Alemania, Italia o Estados Unidos. Una nueva época keynesiana de Estados fuertes que muchos se han apresurado a celebrar, olvidando la apresurada proclama de Sarkozy en 2008 que, tras el estallido de la crisis financiera, anticipaba la «refundación del capitalismo sobre bases éticas», una época en la que los líderes mundiales se juntaban en torno al recién inaugurado G20 para anunciar estímulos billonarios. 

Luego llegó el estallido de la deuda, las primas de riesgo, el austericidio y la prolongación de una crisis que muchas clases desfavorecidas en España y en toda Europa encadenan con la del coronavirus. Tengamos memoria y no repitamos los errores del pasado.

Como viene pasando en muchos otros aspectos de este fenómeno poliédrico que es la globalización, en la lucha contra el Covid-19 se están dando dos tipos de respuesta: la de quienes abogan por un repliegue nacional —cierre unilateral de fronteras, prohibición unilateral de vuelos, límites a la exportación de productos sanitarios— y la de quienes apuestan por ahondar en el multilateralismo, con respuestas coordinadas, comunes y adaptadas a cada circunstancia. El imprescindible papel que está desempeñando la OMS nos recuerda la importancia de esta última aproximación.Pero las herramientas multilaterales de las que disponemos no son suficientes. 

Cuando superemos esta crisis, debemos apostar firmemente por más gobernanza, por más regulación de la globalización, por más cooperación internacional. Por profundizar en los mecanismos que ya tenemos y expandirlos. Si de algo debe servir esta crisis es para concienciarnos de que nuestro destino es global como especie. ¿O acaso un deficiente control en de regulación fitosanitaria o de producción de alimentos en uno de los países de nuestro entorno no supone un peligro para todos? ¿O acaso la ausencia de sistemas sanitarios de calidad que puedan proteger la salud de los ciudadanos de los países en desarrollo y detectar y contener al mismo tiempo la expansión de enfermedades antes de convertirse en epidemias no aumenta las posibilidades de que una crisis como esta se repita?

A nivel regional nuestra respuesta ha sido también insuficiente incluso en el continente más integrado: Europa. Es cierto que la reacción de las instituciones de la Unión Europea ha ido variando con el tiempo, con hitos inimaginables hace algunas semanas como el programa de compra de activos de 750.000 millones que ha anunciado el BCE —el Pandemic Emergency Purchase Program (PEPP)— o la suspensión por parte de la Comisión Europea de las reglas del Pacto de Estabilidad y Crecimiento para que los Estados miembro puedan reaccionar con la respuesta fiscal de gasto público que la crisis del coronavirus reclama. Pero debemos ir más allá: necesitamos emisión de eurobonos; necesitamos estímulos fiscales provenientes de la UE —los 25.000 millones anunciados para un “fondo de respuesta” son claramente insuficientes—, un nuevo Plan Marshall de inversiones públicas en toda la Unión como reclama el Gobierno español; necesitamos crear un fondo europeo de desempleo complementario a los fondos nacionales; necesitamos una mayor involucración del BEI; necesitamos establecer mecanismos de respuesta coordinada a amenazas que nos son comunes como las pandemias; necesitamos mejorar la Reserva Europea de Protección Civil y perfeccionar el Mecanismo de Protección Civil de la Unión Europea, incluso complementarlo con una fuerza de respuesta a nivel europeo inspirada en nuestra UME.

Esta catástrofe, como antes la crisis de la gestión de los refugiados, ha puesto de manifiesto las carencias de la UE: la insolidaridad de la ayuda negada a Italia; la injusticia del cierre de exportaciones sanitarias a otros Estados miembros y a países candidatos a los que habitualmente aleccionamos, como amargamente expresaba el presidente Serbio Aleksandar Vučić; la descoordinación a la hora de asumir medidas, e incluso estrategias, de contención del virus; la incongruencia de las distintas formas de elaborar estadísticas y recoger datos de víctimas e infectados en los diferentes Estados miembro; o el cierre unilateral de fronteras dentro del espacio Schengen. Europa ha desaparecido como referente de poder blando y solidaridad en medio de esta catástrofe, y está siendo sustituida, incluso dentro de nuestras fronteras, por otras potencias como China.

Sin embargo, no demos caer en el derrotismo. Esta pandemia debe servirnos como acicate para, cuando nos levantemos, cuando todo esto pase, reimpulsar la integración europea —a una o a varias velocidades, con los Estados que estén preparados y comprometidos para ello—. 

Aprovechemos la inminente Conferencia sobre el Futuro de Europa. Al igual que el propio embrión de la UE surgió como respuesta a la crisis provocada por la Segunda Guerra Mundial, la crisis causada por el Covid-19 puede servirnos como momento refundacional de una nueva Europa. Las instituciones de hoy se construyen en respuesta a los retos de ayer, pero deben proporcionarnos las herramientas para responder a los desafíos del mañana.

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