Cuando se desintegró la Unión Soviética, los países satélites clamaron desesperadamente por ser admitidos en la Unión Europea. Era evidente que tenían derecho, pero también lo era que no estaban preparados para integrarse en una organización cuyos fundamentos eran la democracia y la solidaridad.

Lo lógico era que antes se preparasen adaptando sus legislaciones y su normativa económica, recién salida de los dictámenes de Moscú. Es decir, lo mismo que habían tenido que hacer otros, como España, Portugal o Grecia. Pero enseguida se mezclaron los intereses norteamericanos que, deseosos de tener un grupo afín entre los miembros, se inmiscuyeron en apoyo de su integración.

Y contra todo pronóstico, el más nefasto presidente que ha tenido la Comisión, Durao Barroso, forzó su adhesión sin esperar a crear condiciones y conciencia social de las obligaciones que suponía pertenecer a una organización supranacional. Pocos simpatizaban con la idea de asociarse con sus recientes enemigos. Apenas el interés en recibir ayudas económicas les hizo cambiar, aunque sin entusiasmo. Algunos se adaptaron, otros no.

Y continúan siendo refractarios a adaptarse a las normas y principios que requiere pertenecer al grupo de los Veintisiete. No aceptan que la Unión exija renuncias e imponga condiciones. Son varios y entre ellos destaca la rebeldía de Hungría y Polonia, cuyos líderes políticos, Orbán y Duda, quieren mantener su nacionalismo ultraconservador y ejercen de detractores de la UE, que les sigue acogiendo.

Su actitud de rebeldía y su empeño en poner obstáculos y actuar por libre ofrece ejemplos cotidianos. La Comisión les ha aplicado sanciones, pero sin éxito. Ahora mismo, ambos, a los que se unió Eslovaquia, bloquean las ayudas económicas para la reconstrucción después de la pandemia. Lo sufrimos todos los demás.