El periódico canario que tengo en mis manos tranquiliza a la población en su primera página, con este titular a toda plana: El turista con coronavirus recibe el alta y la Gomera recupera la calma. En la página 5 informa a dos columnas de otro virus letal que no ha perturbado la calma de nadie: La epidemia de gripe ya suma 15 fallecidos y 553 hospitalizados, 147 de ellos graves, en Canarias.
El miedo es libre, pienso, incapaz de encontrar otra lógica a este doble rasero con el que afrontamos lo malo conocido y lo peor por conocer. A mí, que a cobarde no hay quien me gane, también me atemoriza lo desconocido y en especial la nueva epidemia que estremece el mundo. Pero hay algo que me da más miedo que las epidemias: es el miedo mismo.
El miedo paraliza, como bien saben los terroristas y los dictadores. El miedo quita felicidad, como bien saben los psicólogos. En este mundo global donde ni los virus ni el dinero admiten fronteras y el liderazgo efectivo lo ejercen las grandes corporaciones, ¿quién gestiona el miedo?, ¿quién decide y con qué criterio paralizar o dinamizar, quitar o dar felicidad a la gente?
Hice esas preguntas el día que una compañía asiática fue la primera en anunciar que no iría al Mobile Congress de Barcelona por miedo a un virus de origen asiático. La repetí con creciente inquietud cuando se dieron de baja unas cuantas compañías más y la inquietud se convirtió en alarma cuando suspendieron la feria, frente a los planteamientos del gobierno y de la OMS. ¿Qué viene ahora? ¿Suspenderán el tráfico aéreo, las competiciones deportivas, los viajes turísticos? ¿Quién lo decide, cómo, dónde, por qué, con qué autoridad y con qué criterio? La respuesta me da miedo.
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