OPINIÓN

Intuición sobre el amor

Pareja de enamorados.
Pareja de enamorados.
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Pareja de enamorados.

Tuve una intuición en el metro, que es donde saltan todas las revelaciones que merecen la pena, justo cuando iba a cruzar la brecha que separaba el andén del vagón recién llegado. Sentí vértigo de repente, miedo, se me hizo cada vez más grande, oscura y odiosa la brecha, tan odiosa que la empecé a amar. Jugué con la idea de meter el pie en la negrura y dejarme caer. La gente me empujaba, algunos sin querer, otros adrede y de mal humor, pero yo seguía sumido en la meditación con el pie izquierdo danzante sobre el odioso, atractivo abismo. ¿Por qué si odiaba esa negrura quería dejarme abrazar por ella? Supe que ese odio a la oscuridad del abismo no era odio, sino amor. Supe, de una manera inefable que las palabras traicionan, que el odio y el amor no es que sean dos caras de la misma moneda, sino que son la misma cosa indistinguible, amorfa, amalgamada en un todo caprichoso que se parece más a un pedazo de arcilla que a una pieza redonda de metal.

Nos han enseñado tan mal en el colegio que tendemos a dejar de lado las intuiciones como el mero fruto de una emoción pasajera y no siempre fiable, pero, de igual manera que la ciencia ha demostrado que el estado de ánimo está ligado a las bacterias del intestino -la llamada macrobiota intestinal-, me atrevo a decir que el conocimiento más pleno del mundo depende del vértigo del estómago. Un nudo o unas mariposas en el estómago y, plaf, lo comprendes todo en un instante. Newton recibió un manzanazo en la cabeza, pero no fue su cerebro quien tuvo la genial intuición que dio pie a la ley de la gravitación universal, sino su estómago alerta y voraz, el estómago que debió de devorar la manzana roja para después expeler una teoría formidable.

Siendo apenas un joven recién salido de la adolescencia, en un pueblo de montaña muy muy al norte -o sea, de León-, un minero me quiso pegar una paliza. Yo no sabía muy bien por qué. Me fui a otro bar. Pero el tipo volvió a aparecer lleno de ira, como en una película de terror, y lo agarraron entre cinco. Y todo porque a mí, que era de fuera, una chica del pueblo me había sonreído fugazmente. Luego, tras deshacerse el malentendido, el minero estuvo el resto de la noche invitándome a copas y me mostró las mayores expresiones de afecto que he recibido jamás de otro varón heterosexual. Era tan desprendido y cariñoso que resultaba muy molesto, pero tenía miedo de que con mi rechazo regresara la tormenta, así que bebí tantos cubatas de whisky con coca-cola que no he vuelto a probarlos desde entonces. Su odio era amor y viceversa.

Cuando los portavoces de los principales partidos políticos españoles en cualquier comisión o pleno parlamentario fruncen el ceño y se lanzan invectivas y amenazas el público televidente piensa que se odian o se detestan, pero también ahí hay un enamoramiento en la sombra. Es posible que ellos aún no lo sepan, y no lleguen a saberlo nunca: el amor trasciende lo racional. Está en el aire, no en las mentes.

En toda expresión de odio hay un amor herido, que encauza su enorme energía en la destrucción. Putin asegura que Ucrania es el alma de Rusia. Está enamorado de la nación equivocada. No puede odiarla más.

Cuando Von Der Leyen y Macron y Josep Borrell nos advierten de que Europa está a las puertas de la tercera guerra mundial nos están hablando de amor. De un amor terrible. Por amor a Dios se quemaron brujas en la hoguera, por amor a la patria se ponen bombas, por el amor de nuestros dirigentes a la libertad quizás un día nuestros hijos se vean privados de ella y deban coger un arma para morir en el campo de batalla. Hasta que los humanos no comprendamos que el odio es amor, amor furibundo, no comprenderemos nada. Y nadie debe tener ninguna duda de que cuando la última bomba atómica caiga sobre la Tierra -en el año 2034, por ejemplo- el colosal hongo concluirá con un hermoso corazón rojo que se podrá ver incluso desde Júpiter. El amor de la humanidad por el mundo, entonces, habrá alcanzado su cénit.

Y yo, mientras tanto, seguía en el andén, pensando en estas cosas. El tren se había ido.

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