Miguel Ángel Aguilar Cronista parlamentario
OPINIÓN

Y tú más

Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo se culpan mutuamente de corrupción en el Congreso.
Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo se culpan mutuamente de corrupción en el Congreso.
EUROPA PRESS
Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo se culpan mutuamente de corrupción en el Congreso.

En abierta contradicción con el momento político que vivimos, en el homenaje rendido el martes al periodista Miguel Ángel Gozalo en la sede de la calle de Larra 14 de la Fundación Diario Madrid de la que era patrono, la audiencia convocada ofrecía un aspecto multicolor. La pluralidad en lo referente a ideología y compromiso político permitía comprobar que era ajena a todo sectarismo y, en cuanto a los intervinientes que desde el estrado hicieron su laudatio, pudo observarse también que rehuyeron cualquier alineamiento y que prefirieron abstenerse de incitar al antagonismo y al odio cainita, que tanta complacencia suscita en nuestros días. Antes, al contrario, coincidieron en recomendar la conveniencia de la concordia.

El caso es que, en las antípodas del guerracivilismo, en los años que se cuentan en el tardofranquismo que se abren hacia la salida de la dictadura, circunstancias mucho más difíciles que las de ahora mismo –inflación por encima del 28%, asesinatos de ETA, atentados del Grapo, secuestros del presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol, y del presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, el general Emilio Villaescusa, ruido de sables, referendo de autodeterminación, leyes de desconexión o proclamación unilateral de independencia en el Parlament de Cataluña, o intentonas golpistas incluidas las que precedieron y siguieron al 23-F– se acumulaban golpeándonos a la intemperie, fuera de la Unión Europea, que tardaría 11 años en abrir sus puertas para que nos adhiriéramos, pasados más de ocho desde que nos habíamos dado la Constitución reconciliadora.

Cuarenta y seis años después, mientras los problemas que nos afectan son de dimensión mucho más reducida, las actitudes con las que las enfrentamos han empeorado de manera exponencial. Ha cundido el encono, la insidia, se ha contagiado el sectarismo, se ha encendido la llama del odio cainita, todos ven la paja en el ojo ajeno y ninguno la viga en el propio. Nos hemos instalado en el principio dialéctico del «y tú más». Esta escisión, marcada con el muro que se ha erigido, para separar el trigo de la cizaña, es de naturaleza infecciosa, es invasiva y afecta ya no solo al área de la política, sino también a la del parlamento, del periodismo, de la memoria o de la ecología. Hemos retrocedido al totalitarismo del «quien no está conmigo, está contra mí y quien no recoge conmigo desparrama».

Se ha pasado a exigir el cierre de filas, la adhesión inquebrantable, y a castigar con la difamación que estigmatiza cualquier desviación, signo de tibieza o pérdida de fervor. Ser el primero en dejar de aplaudir sus intervenciones o mostrar falta de calor en el elogio puede ser el camino más corto para merecer de Pedro Sánchez la condena al ostracismo.

Entramos en tiempos de reprobaciones rampantes, que se reciben siempre con entusiasmo por sus destinatarios, convencidos de que les vacunan contra el cese y les dotan de invulnerabilidad. Porque nunca se ha visto a un presidente del Gobierno prescindir de un ministro que haya sido reprobado. En cuanto a los aliados fijos discontinuos que se aglutinan en la coalición del gobierno progresista, señalemos que en su vertiente catalana se advierte cómo mientras en Moncloa claman que la amnistía es la ley de la reconciliación, el primer efecto beneficioso causado por la medida de gracia ha sido que los capitostes independentistas hayan puesto «fecha y hora para el concierto económico y el referéndum de autodeterminación», como escribía ayer en el diario El Mundo Andreu Jaume. Atentos

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