OPINIÓN

La gente de bien no hace ruido ni huele a potaje

fotografo: Bieito Alvarez Atanes [[[PREVISIONES 20M]]] tema: Reportaje sobre le gentrificación: fotos en el mercado Tirso de Molina en Puerta del Ángel (calle Doña Berenguela 17) y colonia Moscardó (calle Goyeneche)
Los centros de las ciudades se ocupan de terrazas que ocasionan ruidos pero cada vez quedan menos viviendas residenciales en esas zonas.
BIEITO ÁLVAREZ
fotografo: Bieito Alvarez Atanes [[[PREVISIONES 20M]]] tema: Reportaje sobre le gentrificación: fotos en el mercado Tirso de Molina en Puerta del Ángel (calle Doña Berenguela 17) y colonia Moscardó (calle Goyeneche)

Vivo en el sur de Francia, en un barrio gentrificado donde lo que más se valora de una vivienda es su tranquilidad. Los nuevos edificios se enorgullecen de disfrutar de un silencio sepulcral, no hay vecinos gritones ni música alta ni llantos de niños. También hacen gala de un olor aséptico, con escaleras muy limpias por donde nunca se cuela el olor a potaje, a fritanga, a curry, ni siquiera a bizcocho. 

Parece una buena idea, pero es lo más parecido a estar más solo que la una. Y yo que amo el silencio, echo de menos esos cantares que a media mañana se colaban por el patio de la casa de mis padres cuando era niño, la sintonía de la radio encendida…, no sé, algo de vida.

Los nuevos propietarios dictan cómo debe ser, oler y sonar el sitio que acaban de conquistar a golpe de talonario

En los centros históricos de las grandes ciudades de España está pasando algo parecido. Grandes fortunas inversoras están comprando edificios enteros que han pasado de ser bulliciosos y llenos de música a estar callados y aburridos. La multiculturalidad es un incordio. Los nuevos propietarios dictan cómo debe ser, oler y sonar el sitio que acaban de conquistar a golpe de talonario. Soy el primero en buscar tranquilidad y abominar del reguetón a todo trapo, pero una cosa es respetar el descanso de los demás y otra convertir los barrios en silenciosos cementerios por cuyas limpias calles tan solo circulan los repartidores de comida basura, esa que ni huele fuerte ni ensucia las cocinas pero nos enferma.

Paradójicamente, al mismo tiempo aceptamos la conversión de algunas calles céntricas en restaurantes a cielo abierto donde, ahí sí, se puede hacer todo el ruido que se quiera a mayor gloria del negocio. Porque encima de esos bares ya no vive nadie. Y si queda alguno está más callado que un muerto, no lo vayan a echar. O montar un Airbnb.

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