OPINIÓN

El secreto de la inteligencia

Un aula de un colegio en una imagen de archivo.
Un aula de un colegio en una imagen de archivo.
EUROPA PRESS
Un aula de un colegio en una imagen de archivo.

Quizás porque en el colegio detectaron que tenía cierto retraso mental no me complico con la educación que reciben mis hijos (siempre van al centro público más cercano). Hay personas que no recuerdan nada de su infancia, y otros somos pura infancia en movimiento, ya sea porque no renunciamos a entrar en el reino de los cielos (sin creer necesariamente en él), ya sea porque aquella época nos dejó una impresión imposible de borrar. El tutor que desveló mi probable déficit intelectual —delante de mis padres— era un joven enérgico con nombre de telenovela, Domingo Blas. Se tomaba muy en serio a sí mismo. Su solemnidad al comunicar la noticia me causó tal impacto que tuve que contener los nervios, es decir, la risa. Pero me hizo comprender que, en vista de que carecía de cabeza, el estudio convencional no podría ser lo mío. En vez de raíces cuadradas, empecé a hacer dibujitos tontos en los manuales de matemáticas. En vez de leer a Calderón de la Barca, le garabateaba unos cuernos y un rabo al Segismundo del libro de texto. Una profesora de Física y Química, ya en Bachillerato, me llevó hasta su despacho con un tirón de orejas. "¿Te crees muy listo?", me preguntó. "Más bien bastante tonto", respondí con una franqueza que ella interpretó como burla. Ese trimestre volví a suspender aquella asignatura con un cero al que adorné con un tupé. "¡Un seis!", gritó mi padre, eufórico.

Para quienes sufren un duro golpe en su autoestima a tan temprana edad solo hay dos salidas: el delito o el sentido del humor. Probé con el delito tímida, discretamente, pero no terminó de gustarme la política. Además, cambiaba mucho de ideología. Marx sentenció que uno piensa y opina según su contexto material. En el cuerpo social esto no siempre se cumple, pero en mi cuerpo el marxismo actuaba como un reloj: si me iba mal en lo económico, me hacía de izquierdas por puro rencor; si me iba bien, de derechas por simple egoísmo.

Me decanté por el sentido del humor, pero en la intimidad, de manera que mi autoestima fue creciendo secretamente porque todo me lo tomaba a risa sin que nadie se percatara de la profundidad de mi pensamiento. Me reí por dentro, por ejemplo, el día en que supe que el coche recién comprado había sufrido un siniestro total aparcado en un garaje; me reí aquella noche salvaje en que, volviendo a casa solo y borracho, tres tipos me abordaron con una navaja. En el hospital, solté una carcajada cuando la enfermera comenzó a coserme, y también algún que otro grito. Llegué a creerme, contra toda lógica, que la verdadera inteligencia radicaba en la capacidad de reír en situaciones incómodas, y busqué hacerme más inteligente con algún conflicto ultramontano. Intenté ser corresponsal de guerra, pero cuando ya casi había convencido a un periódico para mandarme a reír al otro lado del charco, me rompí una pierna en un risible accidente de ascensor. Aquellos días de convalecencia perdí todo el sentido del humor.

A mi alrededor encontraba gente que se enervaba por culpa de tal o cual declaración política, que sentía terror ante la posibilidad de tales o cuales problemas económicos, pero a mí todo me daba igual, es decir, ya no podía reír. Comprendí entonces que es mucho peor la abulia que la tristeza.

Una preciosa tarde negra de diciembre paseaba sin ganas al perro cuando nos ladró un setter aristocrático. Al final de la correa había un anciano serio y encorvado, con gafas de torturador y un carraspeo constante. Lo reconocí enseguida. Era Domingo Blas. Él no se acordaba de mí. "Sí, hombre, por tu culpa soy quien soy", le dije con cierto rencor. Se lo tomó como un cumplido y me dio las gracias con los ojos húmedos. "Tu generación tuvo suerte —me comentó—. Yo, por desgracia, sufrí las consecuencias de un profesor despiadado que minó por completo mi confianza personal". Lo vi alejarse, hacerse pequeño con su setter imponente. Rompí a reír y desaparecieron todos mis padecimientos. Nada como la risa tonta, tú. Se lo digo siempre a mis hijos cuando se quejan del instituto.

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