OPINIÓN

No es fácil discrepar

Galileo Galilei.
Galileo Galilei.
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Galileo Galilei.

Qué bien se vive con el síndrome de Estocolmo, ¿verdad? Nada como estar enamorado, aunque sea de tu secuestrador. Ahora que todo el mundo habla de Milei, el liberal libertario del cono sur, me he puesto a leer a Bakunin, el comunista libertario del norte ruso, que básicamente creía que los humanos vivíamos con las emociones y el juicio secuestrados, ya fuera por culpa del capitalismo o del Estado. Escribe el gran anarquista en Dios y el Estado: "La inmensa mayoría de los hombres, no solamente en las masas ignorantes, sino también en las clases privilegiadas, no quieren y no piensan más que lo que todo el mundo quiere y piensa a su alrededor; creen sin duda querer y pensar por sí mismos, pero no hacen más que reproducir servil, rutinariamente (...) los pensamientos y las voluntades ajenas".

En los años 60 del siglo pasado, Stanley Milgram, psicólogo de la Universidad de Yale, realizó un experimento cuyo resultado parece dar la razón a Bakunin. Milgram quiso saber la influencia de cualquier figura autoritaria en la voluntad de los individuos y descubrió que era devastadora.

Los participantes presenciaban las descargas eléctricas que un sujeto recibía (un actor, en realidad) con capacidad de decisión sobre la intensidad de tales descargas ficticias. Un médico muy digno pero falso, con su corbata y su bata blanca, les conminaba a castigar al conejillo de indias por el bien de la ciencia y la mayoría de los participantes lo hizo sin titubear, incluso cuando el sujeto se retorcía con alaridos atroces. Solo un ocho por ciento de los participantes fue capaz de sobreponerse a la contrariedad del médico, actuar conforme a su conciencia y decir no.

Igual que una mera chispa desencadena el incendio del bosque, una mínima disidencia es un peligro cierto para toda unanimidad obligatoria

Hay otros experimentos, como el de Solomon Asch, que mostraba a sus participantes una serie de líneas rectas y les pedía que señalaran cuál era la más extensa. Pero todas eran iguales. El caso es que solo uno de los participantes era auténtico; los demás respondían adrede una mentira. Si lo hacían antes que el cándido voluntario, este a menudo desconfiaba de su propia percepción o renunciaba a expresarla y contestaba la misma falacia que sus falsos compañeros. Cuando uno de los cómplices de Asch disentía de la respuesta incorrecta del grupo, el arrojo del participante para contestar de acuerdo con su verdad aumentaba mucho. Se comprende, así, la persecución de cualquier discrepancia en las tiranías: igual que una mera chispa desencadena el incendio del bosque, una mínima disidencia es un peligro cierto para toda unanimidad obligatoria.

La capacidad de autoengaño y de obediencia del ser humano ante la presión colectiva o ante la presión autoritaria es una característica sustancial de nuestra especie

La capacidad de autoengaño y de obediencia del ser humano ante la presión colectiva o ante la presión autoritaria es una característica sustancial de nuestra especie. No hay más que ver el llanto genuino de esas escuálidas norcoreanas cuando su tirano, el orondo Kim Jong-un, simula una lágrima. Salvando todas las distancias, en mucha menor medida y con cierta capacidad electiva, también en Occidente tenemos el pensamiento abducido: por las redes sociales, por las televisiones, por el vecindario y hasta por la familia... Cuéntame qué opinas sobre el conflicto entre palestinos e israelíes, amigo, amiga, y te contaré lo que piensas de todo lo demás, el pack ideológico completo.

¿Descansa, por tanto, la esperanza de la humanidad en ese ocho por ciento de población independiente? ¿Qué piensa, qué vota ese ocho por ciento? ¿No puede haber personas que piensen y actúen en función de un criterio estrictamente personal y, sin embargo, sean inmorales y muy peligrosas? ¿No sería acaso Hitler capaz de sobreponerse a cualquier prueba de presión grupal? ¿Cómo se habría comportado Jack el Destripador en el experimento de las líneas de Asch?

Además, ¿cambiar la respuesta ante la opinión general no podría ser, en última instancia, una virtud del individuo, un síntoma de su confianza en el prójimo, incluso, de su fe en la humanidad? ¿O tenemos que interpretarlo únicamente como un reflejo del miedo a ser señalado por diferente? Es decir, ¿debemos anhelar ser parte del ocho por ciento de disidentes auténticos, pese a que algunos puedan ser despreciables, o es preferible dejarse llevar por el tiempo en el que a uno le ha tocado vivir y comulgar con cualquier corriente mayoritaria? Mi opinión es que, a partir de las propias convicciones morales, lo ideal es la emulación de gente lúcida y valiente como Galileo y aspirar a ser parte de ese ocho por ciento que no solo posee conciencia crítica, sino que, llegado el caso, se atreve a discrepar ("eppur si muove"); opinión que, seguramente, secundará el 92 por ciento de la población.

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